martes, 25 de octubre de 2016

DICEN

DICEN

Para mi hijo Morgan, para que juntos comamos gatos  a la luz de un fogón.

En cierta ocasión lo vimos salir de la tierra con la cabeza del gato en su boca, Elva le dijo suelta esa porquería, dónde andas. Él solo terminó de salir del agujero y se sacudió la cabeza cónica que tenía y la ropa de hojalata que le cubría el cuerpo. Por alguna razón que desconozco no dije nada, solo miré al suelo, lagartijas y grillos subiéndome por las pantorrillas, quise decirle qué lugares había visto allá abajo, en cambio solo dije: el desayuno está servido. Los tres salimos del jardín en fila india y nos dirigimos a la cocina donde había un fogón enorme en el que el fuego era constante, misterio que nunca pude develar. Incluso mi abuela, que orgullosa se sentaba sobre un tronquito a uno de los costados, no sabía cómo es que el fuego no se apagaba nunca en aquella hoguera. Había una plancha de hierro dulce en el que colocábamos las cacerolas, zapatos mojados y a veces los gatos vivos que sujetábamos con las tapas de las ollas más grandes mientras se asaban chillando sordamente.
Si todavía no lo dije, lo digo, nuestra alimentación está basada en gatos, no como los chinchanos o hawaianos, es decir, preparándolos en suculentos guisos o tartas, nosotros los comemos a la plancha y casi vivos. No es que nos parezca rico, nada que ver, lo que sucede es que los odiamos desde tiempos inmemoriales y solo de esa forma podemos vengarnos de ellos que nos roban el sueño, nos infunden pesadillas, y a veces nos trastornan al punto que podemos perder el juicio y comenzamos a cavar agujeros en los que nos sepultamos semanas enteras y salimos cada vez más delgados y menos antropomorfos.
Nos sentamos en tronquitos semejantes al de la abuela en torno al fogón y Elva retira la tapa y levanta por la cola al gato listo para ser desollado y consumido. A mí se me hizo agua la boca y froté mis manos esperando con ansias mi parte, en cambio a él parecía ya no entusiasmarle la idea, todavía tenía en una de sus manos la cabeza de otro gato, cuya mirada acuosa parecía cernirse en el fuego intenso y abrasador de la cocina. Quise, otra vez, decirle algo que lo instara a tirar esa cabeza a la brasa y comerse la pierna que Elva de hecho le ofrecería, pero no dije nada, y es que para ser honestos cada cosa que pensaba decir no podía decirla por el simple hecho de no poder hacerlo, era como una especie de trastorno que anulaba mi capacidad de expresión ni bien se me ocurría decir algo. Lo miré mientras roía la espina dorsal del felino y sentí que aquello estaba sucediendo en el pasado exactamente igual. Eso sí lo dije, y a gran voz: esto sucede ayer. Sucedió, me corrige Elva, ¿sucedió?, le digo, claro, me dice, no, refuto, sucede, ahora mismo; Elva me mira masticando tranquilamente, cállate, me dice, y vuelve la mirada hacia el fuego, yo también, algo consternado, me refugio en el fuego, pero él no, nos mira a ambos y tira la carne a la brasa ardiente y sale del claustro, oímos que vomita y carraspea largo rato, abre el grifo, se enjuaga la boca, se cepilla los dientes, se lava la cara, se suena la nariz y escobilla el traje de lata. Luego lo vemos pasar de largo a través del pasillo rumbo a la calle. Empuño la pata del animal a la que mordisqueo las uñas y me pongo de pie, quiero decirle a Elva, qué le pasa al muchacho, pero ella se me anticipa y pregunta lo mismo. Iré a ver, le digo, y salgo.
Una cuadrilla de llamas desciende de la colina, están a menos de cien metros de nuestra casa, el tintineo de sus campanas son imposibles de ignorar. Los niños del pueblo salen a ver por sus puertas, ventanas y balcones, los cerdos se apartan del camino y gruñen impacientes por seguir removiendo las piedras en busca de gusanos. Algunos caballos relinchan en sus establos y el resto de gente luego de mirar un segundo hacia la cuadrilla, vuelve a sus quehaceres. Todos se apartan del camino menos él, que permanece resoluto en medio, pasando la cabeza del gato de una a otra mano. La cuadrilla llega finalmente y rodean a nuestro tío, quien parece tener un plan. En cuanto el sonido de las campanillas y las pezuñas de los auquénidos crea un barullo en el que es casi imposible oír inclusive los pensamientos, él se zambulle en la tierra y de inmediato desaparece del panorama, se lleva consigo la pata de una de las llamas que se queda en el suelo gimiendo de dolor y desangrándose.
Volvió a marcharse y ya no podemos tolerarlo, le digo a Elva que empaque, que ya no tenemos nada que hacer acá. Ella termina de escupir sus huesos y suspira resignada. Empaca todo y partimos. Al anochecer alcanzamos a la cuadrilla cerca del río, donde parecen acampar. Nadie los arrea, van solos en busca de mejores pastizales, son libres. Pero ¿y las campanas? se preguntara cualquiera, son una especie de glándula externa que les cuelga debajo de las quijadas. Están durmiendo repartidos por toda la pampa en cuanto llegamos. Nos instalamos tras un arbusto y tendemos los pellejos para echarnos a dormir cuando de pronto una de las ramas del árbol me toca la cabeza. Es tío Ignacio, lo ha logrado, de tanto enterrarse vivo se ha fundido a la tierra y ahora puede manifestarse a través de cualquier cosa que brote de ella. Elva está lavándose los dientes en la orilla de río y entonces por primera vez veo cómo el río se detiene y la tierra se mueve, antes no lo hubiera creído, pero ahora lo sé porque lo viví. Me sujeto de otra rama de tío Ignacio y trato de controlar el vértigo. A pesar de todo me mareo y vomito sobre mis zapatos, reconozco las uñas del gato y vuelvo a vomitar, me detengo cuando un pedazo de mi tripa cuelga de mi boca. Trato de contener las arcadas y me trago el intestino desprendido. Mientras tanto el arbusto se mece ante la brisa del río y oigo que Elva regresa, se acomoda y cubre con las colchas, roncando de inmediato.
Al quedarme solo, asqueado por el vómito, hambriento como nunca, pienso en Tío Ignacio y ahora que no está lo añoro, como añoro a tantas personas que quise en mi vida y sollozo en silencio, sorbiendo mis mocos con denodada desfachatez. Entonces cae sobre mi cabeza una piedra que me desvanece. Despierto enredado entre las ramas del arbusto, trato de moverme y no lo consigo, solo alcanzo a ver a través de las ranuras de las ramas que las llamas están cruzando el río y que Elva, montada en una de ellas, se marcha también. Trato de gritar pero no puedo, como no podía decir algunas cosas antes. Al final me siento tan cansado que vuelvo a dormir, me quedo a vivir ahí, comiendo ramas e insectos y olvidándome de mis piernas. Así que esto era ser un árbol, pienso con frecuencia, y no me extraña ya nada, solo algunas veces, cuando veo a tío Ignacio salir de las aguas del río con su cabellera de paja y sus ojos de piedra, siento un poco de envidia, pero se me pasa en cuanto siento la brisa dulce de la noche o el calor sedante del mediodía. Quizá pronto me tale algún leñador, mientras tanto devoro cuanto pastor se recueste entre mis ramas en busca de sombra y cobijo, y luego lo escupo al río y mi tío lo arrastra río abajo desapareciendo sus restos entre las piedras y la arena.

Dicen:
Que hay un lugar en la ruta entre Ayacucho y Huancayo donde no puedes detenerte a beber agua del río sin que mueras envenenado o te recuestes en los arbustos sin ser estrangulado y digerido por sus malezas. Dicen que además en noches de luna llena se puede oír con claridad la danza de almas perdidas en la pampa que rodea al río. Dicen que Elva se hizo camino de herradura de tanto andar y que se huele su perfume en las flores que nacen entre las piedras que hace siglos permanecen alertas pero pacientes. Dicen…

viernes, 2 de septiembre de 2016

EL CURA



Quién era el cura que se había despojado de cientos de novelas negras y de ciencia ficción ayer por la tarde. No era el que daba misas temprano y nunca se asomaba al balcón de su iglesia a ver mujeres en minifalda, tampoco sería el que caminaba mirando de soslayo a los jóvenes fuleros, cuidando las riquezas que anidaban en los bolsillos de su sotana, menos el que hacía de su prédica moral su lenguaje habitual y de las promesas fantásticas de su religión, consuelo de él y de sus feligreses.
Ya no eran épocas para los curas, pero sí para locuras, eso lo sabía bien nuestro cura, al que llamaremos Sandro, por ser más imprecisos, ya que da igual si fuera Juan o Jesús, el asunto es que él habíase despojado de sus amados libros de cabecera por una razón fundamental: el maldito dinero. Pero cómo es que a un sacerdote de la iglesia más exitosa de todos los tiempos le faltase dinero. Sencillo, gastaba más de lo que ganaba. Ahora, sus gastos constituían de un tiempo a esta parte, banalidades, a juicio de un buen cristiano por lo menos; por ejemplo: salía de la parroquia caída la tarde, y nada más llegar a la esquina pedía un plato de tripas aderezadas y con harto ají, y como era de buen apetito, pedía dos más, de inmediato, e impelido por el ají, apretaba el paso hacia el puesto de emolientes para tomarse tres vasos llenos de alfalfa con limón.  Con el hambre y la sed satisfechas por lo general pensaba en volver a la parroquia y sentarse a leer las revistas que llegaban de España sobre la iglesia y todo eso, pero en el pueblo siempre había festividades, y como él era ministro de Dios para esa gente, ni modo, tenía que integrarse.
Primero se unía a la multitud disimuladamente, como quien no quiere la cosa, después, y esto era fundamental, extendía una mano y la posaba sobre la cabeza de un niño, una vez hecho esto ya estaba integrado, pues de inmediato la gente lo reconocía y ya estaba en medio, caminando entre fieles y creyentes. Antes, toda esta ceremonia bastaba para agotarle y devolverle a su sacra morada exhausto y dispuesto solo a dormir, pero ahora era distinto, algo había cambiado en su fuero interno que le obligaba a buscar más emociones y experiencias. Estando en medio de la gente empezó con la cleptomanía primero, cogiendo celulares y una que otra chuchería se ponía al alcance de sus manos. Nunca le descubrieron, y si alguna vez sucedía, el propietario del objeto simplemente se lo obsequiaba de buen gusto. El cura sabía bien que estaba mal hacer aquello, pero estaba peor quedarse con las ganas o sin hacer nada.
Como su edad crecía, también sus manías, y un día se aburrió de caminar con las simples gentes y decidió torcer por callejones oscuros y poco transitados. Conoció la miseria, la soledad, el vicio y el tormento. Que si se involucró, sí, que si le alcanzó la vejez en estos trotes, también, y con ello las irresponsabilidades por estar de zoca en colodra. Y un mal día ante la desesperación por ir una vez más a sus paraísos artificiales, no lo pensó y chocó con sus bienes más preciados, sus libros, barrió con todos, desde la biblia que le había regalado su mentor, hasta el más culto libro de filosofía oriental  y los metió a todos en cajas de cartón para llevarlos rumbo al “pasaje de la cultura”, que no era sino un nido mercaderes ignorantes y carentes de sensibilidad por el arte escrito. Le dieron lo suficiente para dos jornadas de efímero y abyecto placer, al cabo de los cuales se sintió peor que las latas vacías y aplastadas que empezó a patear. Entonces decidió volver a su Dios, pero no lo encontró, y es más, alguien le había dejado una nota firmada que certificaba la inexistencia absoluta de dicho refugio: “tú, vil pecador, ¿te atreves a volver?, el hijo pródigo solo es una metáfora de lo que el hombre no debe ser, y de lo que Dios nunca haría en relación a él, te fuiste ayer y para siempre, acá nada ni nadie te recuerda, sigue pudriéndote en el mundo”. Decía la nota en letras hermosas.
Sin nada más que su sotana raída y sus zapatos enlodados, además de la boca seca y el estómago revuelto y casi vacío, derramó una amarga lágrima y se resignó con romanticismo, comenzó a tararear “Take my love with you” de Bonnie Raitt y caminó calle abajo, hacia el barrio de los alcohólicos, a predicarles la palabra, a recobrar el sentido inicial de su vida ahora desperdiciada, o quien sabe, solo a beber con ellos, mientras en alguna parte de la ciudad alguien leía con frenético entusiasmo las novelas de ciencia ficción que no podía creer fueron de un cura.


lunes, 1 de agosto de 2016

Aquí vamos otra vez

Seguirás tensando la cuerda, nada más para ver hasta dónde puedes tocar en notas altas, las bajas te gobiernan, pero siendo honestos, qué bajas, tal vez de peso, y sin ningún beso más que a las frutas y tubérculos que perforas, o tus pulmones que los ves grasientos, negruzcos y colapsados, y aunque no te duelan todavía, rejuraste nunca más hacerte daño consciente, o estás demente, o tu mente ya no juega y tú sigues creyendo que sí, como sea, veamos algo concentrándonos mientras dura la lucidez, y manda a la mierda la vieja premisa de que no hay como estar lúcido. Yo le digo al individuo ese, sopla mi pinga viejo, aquí seguimos, quince años después, ya se nos vienen los treinta y estamos con los dedos intactos y los nervios hechos trizas, en desacuerdo con la coherencia mas no con la cohesión, ambos parámetros del discurso, qué más decir, veámos pues otra de Woody, Acuerdos y desacuerdos, como conmigo, o sin ti, o nadie, lárguense, aquí vamos otra vez.

sábado, 16 de julio de 2016

Cómo decir sin decir

Cómo decir algunas cosas queriendo decir otras, lo vamos a intentar. Recordemos primero aquellas noches cuando presenciábamos extasiados un show en New Yersey de los ya sabes, todo poderosos Overkill, en aquella pantalla tantas veces requerida, que sonaba tuuuu, antes de encender. Yo sé de algunas cosas que con sabor a pesadilla nos parecían decir, oigan, cuídense, podrían estar solos después. Y después nada, solo yo, y ustedes dos también. Miles de historias sobre desandar los pasos dados en falso, o malamente llamados, errados. Qué más da ahora sino una especie de resignación a todo, como síntoma de una cruel y alucinante enfermedad en la que uno va perdiendo la idea de lo importante de la vida, desde el alimento hasta el amor. Y entonces se preguntaría cualquiera, por qué insistes con lo mismo, por qué haces de tu terquedad tu vicio, ¿acaso la aventura tiene sentido sin un cuerpo sano, y hasta sin un mente? Ya sabes que no, yo recién. 

En un reciente sueño no diré que vi algo relacionado a esto que digo de manera tal que no me entiendas. Vi alienígenas que perseguían a un cervatillo delincuencial que se colaba en planetas minúsculos como el nuestro. Nos dijeron, entréguenlo, o les volamos este quiosco que llaman planeta, vi que no sabíamos de qué hablan y nos lanzaron un rayo desde una formación circular de estrellas que brillaban rojizas. Sentí el viento de la onda expansiva y recordé las tantas veces que nos miramos a la luz de mañanas, tratando de imaginar otra forma de felicidad más intensa que aquella. Mojaba los pantalones porque eyaculaba con ellos puestos, pero ellos hacían el amor como locos, después acariciaban ideas locas de hacerse hombres y mujeres reproducidos, perennizados, trascendidos, y aunque después no pudiera el otro decir más que lo siento, y los otros, muere de una vez, se recuerda bien que todavía nos queremos y añoramos sabernos hallados, reecontrados. Son tantas las veces que trato de decir sin decir y nada, todo es silencio y frustración, yo duermo ustedes comen, yo me desabrigo y ustedes se arropan juntos, presionan los botones del control y embarcan rumbo a mejores pensamientos con forma de sueños. Yo no duermo, agonizo, yo escribo, nadie lee.

sábado, 25 de junio de 2016

RESIGNACIÓN

Básicamente debido a la poca calidad de los trabajos artísticos de Leandro era que no le sucedía en la vida nada fuera de lo habitual: un trabajo de medio tiempo, una esposa y un hijo, normales y fines de semana en los que se dedicaba a beber en una taberna hasta perder la conciencia. Aunque por otra parte rara vez Leandro había tenido serio interés en promover su trabajo, cosa que para su esposa era el principal motivo de dicha “ausencia de sucesos”. Leandro consideraba que efectivamente nunca se había abocado a contactar a la gente ni a las instituciones adecuadas para hacer de su producto artístico algo rentable; y es que a fin de cuentas ése era el meollo del asunto, no generar ni un céntimo con aquello que más le gustaba hacer.

Pero volvamos a la parte sobre la “poca calidad” de sus trabajos; podría decirse que al no ser ni tan buenos ni tan malos, eran maravillosamente mediocres, lo cual era común en el medio en el que vivía, común para todo tipo de actividades que realizaban las personas de su entorno. Esto quizá debido a la pobreza educativa del país, o a la económica, o a la social, es decir, a la creciente ola de jóvenes cada vez más desvinculados de otra cosa que no fuera lo superficial. Y qué era la superficialidad en estos tiempos sino aquello que la tecnología determinaba transcurriendo cada vez más rápido de lo novedoso hacia lo obsoleto, obligando a la población al consumo enfermizo de dichos productos, restándole importancia a otra cosa que no fuera la individualidad y la egolatría, o los medios de comunicación que estaban orientados únicamente a adormecer y pervertir la mente de las personas.


Sin embargo todas eran excusas que se le ocurrían a Leandro con tal espontaneidad que a veces pensaba en construir un producto artístico basado completamente en excusas. Por ejemplo para hacer una escultura necesitaba cierto material y más que eso, cierta idea que le permitiera de algún modo renovar la escultura como arte, y al no tener ni uno ni lo otro, optar por una pintura en la que bajo las mismas excusas, optaría por la literatura, donde las mismas excusas desembocarían en un texto carente de esperanza y orientado íntegramente a un circunloquio y soliloquio como éste. De manera que un día se dedicó a beber y fumar, descubrió que incluso haciéndolo mal, o no tan bien, podría consolar sus aires de artistas y reformar su condición de persona normal.

jueves, 5 de mayo de 2016

Sigo leyendo

I

Cinco cinco del dosmil diesiséis, casi la una de la mañana, casi todo lo que escribo en este blog se hace de madrugada, eso lo hace especial, supongo, por lo menos eso me parece, por lo demás, lo hago sin miramientos, y casi a la velocidad con que pienso lo que escribo. Me gustaría pensar por ejemplo que llego a hacerlo en simultáneo, aunque sea obvio que no, que primero maquino algunas cosas y luego recién estoy dándole a las teclas. 
En fin, estoy a punto de dar una ligera impresión acerca de un relato de Anna Starobinets, escritora rusa envuelta ante mí en un terciopelo de halagos que me urge corroborar o desechar. 
Lo haré en un instante, quizá luego de referirme a eso de que es mejor (solo para uno) pedir disculpas que permiso. Sucede que mañana a esta misma hora estaré intentando, o debería decir, trataré de estar acorde con la serie ininterrumpida de sombras y sonidos luego de la ingesta postapocalíptica de ideas que siendo primero latencias, se hacen de pronto a menazas serias, a esta hora estaré intentándolo contra mí mismo, es decir, eso de recoger mis pedazos que me encargué de explotar antes.
Ultraparanoia supersónica a velocidades translúcidas, y me pareceré tan ajeno que con el simple asomo y desplazamiento de una gigantesca araña macho tras de otra minúscula y de sexo femenino, actuaré y pensaré que todo está jodido, que de inmediato aquellos dos seres pegarán el brinco hacia mis cavidades nasales o auditivas y será el principio de mi final, o el final de un principio que vengo arrastrando con denodada necedad desde hace quince años.
Bueno bueno, leamos...


II

Lo hice, trataba  de un gato vengativo que solo quería comida de verdad y no patrañas de niños jugando a las comidas. Me gusta este tipo de literatura, la que no puede ser de nadie más que de una mujer, de esta mujer, Anna, para el caso. Su detallismo me resulta preciso y exquisito, recuerdo entonces a Samantha Schweblin y por supuesto, a Patricia Highsmth, y cómo no, a Shirley Jackson. La seguiré leyendo...

III

No hay tres porque sigo leyendo.


domingo, 20 de marzo de 2016

NADIE SABE

Quizá no seas demasiado viejo para escribir este tipo de cosas, me refiero a una especie de reflexión sobre todos estos años, década y media aproximadamente de cagarla y tratar de repararla y luego seguirla cagando. No es que sea imbécil del todo, uno se da cuenta de lo que sucede alrededor, quizá ahora necesitemos un poco de alicientes relacionados al etanol o a ciertos alcaloides, pero eso no significa que estemos obtusos del todo. Vemos cómo la gente se aleja de uno en la medida de no corresponder sus  estímulos y especulativas, sabemos de la imbecilidad universal del pueblo pobre, miserable e ignorante, sabemos de los intereses tras las relaciones sentimentales, del boicot del dinero sobre las mentes y corazones de esto que malamente llamamos humanidad; y a pesar de todo ello, uno resiste en un inicio, y luego el mundo se vuelve algo completamente horrible, una especie de llaga que hay que arrancarse y arrojar lejos, desprenderse de él ocultándose lo más posible. Existe al traición, el amor, el odio, y uno se atraganta de todo eso hasta vomitar por todos los orificios, a veces es la frente quien suda los relaves de la mierda de mantenerse tanto tiempo agonizando, y y es cuando las rodillas se doblan hasta hacerte besar el suelo frío en busca de apaciguamiento, aun sabiendo que es inútil, que toda esta batalla fue en vano, fue una mala pasada de tu mente confabulada con algo mayor, la muerte acelerada, el precio por pagar de deudas astrales, de vidas hechas basura antes de ti, quién sabe, nadie.