viernes, 2 de septiembre de 2016

EL CURA



Quién era el cura que se había despojado de cientos de novelas negras y de ciencia ficción ayer por la tarde. No era el que daba misas temprano y nunca se asomaba al balcón de su iglesia a ver mujeres en minifalda, tampoco sería el que caminaba mirando de soslayo a los jóvenes fuleros, cuidando las riquezas que anidaban en los bolsillos de su sotana, menos el que hacía de su prédica moral su lenguaje habitual y de las promesas fantásticas de su religión, consuelo de él y de sus feligreses.
Ya no eran épocas para los curas, pero sí para locuras, eso lo sabía bien nuestro cura, al que llamaremos Sandro, por ser más imprecisos, ya que da igual si fuera Juan o Jesús, el asunto es que él habíase despojado de sus amados libros de cabecera por una razón fundamental: el maldito dinero. Pero cómo es que a un sacerdote de la iglesia más exitosa de todos los tiempos le faltase dinero. Sencillo, gastaba más de lo que ganaba. Ahora, sus gastos constituían de un tiempo a esta parte, banalidades, a juicio de un buen cristiano por lo menos; por ejemplo: salía de la parroquia caída la tarde, y nada más llegar a la esquina pedía un plato de tripas aderezadas y con harto ají, y como era de buen apetito, pedía dos más, de inmediato, e impelido por el ají, apretaba el paso hacia el puesto de emolientes para tomarse tres vasos llenos de alfalfa con limón.  Con el hambre y la sed satisfechas por lo general pensaba en volver a la parroquia y sentarse a leer las revistas que llegaban de España sobre la iglesia y todo eso, pero en el pueblo siempre había festividades, y como él era ministro de Dios para esa gente, ni modo, tenía que integrarse.
Primero se unía a la multitud disimuladamente, como quien no quiere la cosa, después, y esto era fundamental, extendía una mano y la posaba sobre la cabeza de un niño, una vez hecho esto ya estaba integrado, pues de inmediato la gente lo reconocía y ya estaba en medio, caminando entre fieles y creyentes. Antes, toda esta ceremonia bastaba para agotarle y devolverle a su sacra morada exhausto y dispuesto solo a dormir, pero ahora era distinto, algo había cambiado en su fuero interno que le obligaba a buscar más emociones y experiencias. Estando en medio de la gente empezó con la cleptomanía primero, cogiendo celulares y una que otra chuchería se ponía al alcance de sus manos. Nunca le descubrieron, y si alguna vez sucedía, el propietario del objeto simplemente se lo obsequiaba de buen gusto. El cura sabía bien que estaba mal hacer aquello, pero estaba peor quedarse con las ganas o sin hacer nada.
Como su edad crecía, también sus manías, y un día se aburrió de caminar con las simples gentes y decidió torcer por callejones oscuros y poco transitados. Conoció la miseria, la soledad, el vicio y el tormento. Que si se involucró, sí, que si le alcanzó la vejez en estos trotes, también, y con ello las irresponsabilidades por estar de zoca en colodra. Y un mal día ante la desesperación por ir una vez más a sus paraísos artificiales, no lo pensó y chocó con sus bienes más preciados, sus libros, barrió con todos, desde la biblia que le había regalado su mentor, hasta el más culto libro de filosofía oriental  y los metió a todos en cajas de cartón para llevarlos rumbo al “pasaje de la cultura”, que no era sino un nido mercaderes ignorantes y carentes de sensibilidad por el arte escrito. Le dieron lo suficiente para dos jornadas de efímero y abyecto placer, al cabo de los cuales se sintió peor que las latas vacías y aplastadas que empezó a patear. Entonces decidió volver a su Dios, pero no lo encontró, y es más, alguien le había dejado una nota firmada que certificaba la inexistencia absoluta de dicho refugio: “tú, vil pecador, ¿te atreves a volver?, el hijo pródigo solo es una metáfora de lo que el hombre no debe ser, y de lo que Dios nunca haría en relación a él, te fuiste ayer y para siempre, acá nada ni nadie te recuerda, sigue pudriéndote en el mundo”. Decía la nota en letras hermosas.
Sin nada más que su sotana raída y sus zapatos enlodados, además de la boca seca y el estómago revuelto y casi vacío, derramó una amarga lágrima y se resignó con romanticismo, comenzó a tararear “Take my love with you” de Bonnie Raitt y caminó calle abajo, hacia el barrio de los alcohólicos, a predicarles la palabra, a recobrar el sentido inicial de su vida ahora desperdiciada, o quien sabe, solo a beber con ellos, mientras en alguna parte de la ciudad alguien leía con frenético entusiasmo las novelas de ciencia ficción que no podía creer fueron de un cura.


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