Quién
era el cura que se había despojado de cientos de novelas negras y de ciencia
ficción ayer por la tarde. No era el que daba misas temprano y nunca se asomaba
al balcón de su iglesia a ver mujeres en minifalda, tampoco sería el que
caminaba mirando de soslayo a los jóvenes fuleros,
cuidando las riquezas que anidaban en los bolsillos de su sotana, menos el
que hacía de su prédica moral su lenguaje habitual y de las promesas
fantásticas de su religión, consuelo de él y de sus feligreses.
Ya
no eran épocas para los curas, pero sí para locuras, eso lo sabía bien nuestro
cura, al que llamaremos Sandro, por ser más imprecisos, ya que da igual si
fuera Juan o Jesús, el asunto es que él habíase despojado de sus amados libros
de cabecera por una razón fundamental: el maldito dinero. Pero cómo es que a un
sacerdote de la iglesia más exitosa de todos los tiempos le faltase dinero.
Sencillo, gastaba más de lo que ganaba. Ahora, sus gastos constituían de un
tiempo a esta parte, banalidades, a juicio de un buen cristiano por lo menos;
por ejemplo: salía de la parroquia caída la tarde, y nada más llegar a la
esquina pedía un plato de tripas aderezadas y con harto ají, y como era de buen
apetito, pedía dos más, de inmediato, e impelido por el ají, apretaba el paso
hacia el puesto de emolientes para tomarse tres vasos llenos de alfalfa con
limón. Con el hambre y la sed satisfechas
por lo general pensaba en volver a la parroquia y sentarse a leer las revistas
que llegaban de España sobre la iglesia y todo eso, pero en el pueblo siempre
había festividades, y como él era ministro de Dios para esa gente, ni modo,
tenía que integrarse.
Primero
se unía a la multitud disimuladamente, como quien no quiere la cosa, después, y
esto era fundamental, extendía una mano y la posaba sobre la cabeza de un niño,
una vez hecho esto ya estaba integrado, pues de inmediato la gente lo reconocía
y ya estaba en medio, caminando entre fieles y creyentes. Antes, toda esta
ceremonia bastaba para agotarle y devolverle a su sacra morada exhausto y
dispuesto solo a dormir, pero ahora era distinto, algo había cambiado en su
fuero interno que le obligaba a buscar más emociones y experiencias. Estando en
medio de la gente empezó con la cleptomanía primero, cogiendo celulares y una
que otra chuchería se ponía al alcance de sus manos. Nunca le descubrieron, y
si alguna vez sucedía, el propietario del objeto simplemente se lo obsequiaba
de buen gusto. El cura sabía bien que estaba mal hacer aquello, pero estaba
peor quedarse con las ganas o sin hacer nada.
Como
su edad crecía, también sus manías, y un día se aburrió de caminar con las
simples gentes y decidió torcer por callejones oscuros y poco transitados.
Conoció la miseria, la soledad, el vicio y el tormento. Que si se involucró,
sí, que si le alcanzó la vejez en estos trotes, también, y con ello las
irresponsabilidades por estar de zoca en colodra. Y un mal día ante la
desesperación por ir una vez más a sus paraísos artificiales, no lo pensó y
chocó con sus bienes más preciados, sus libros, barrió con todos, desde la
biblia que le había regalado su mentor, hasta el más culto libro de filosofía
oriental y los metió a todos en cajas de
cartón para llevarlos rumbo al “pasaje de la cultura”, que no era sino un nido
mercaderes ignorantes y carentes de sensibilidad por el arte escrito. Le dieron
lo suficiente para dos jornadas de efímero y abyecto placer, al cabo de los
cuales se sintió peor que las latas vacías y aplastadas que empezó a patear.
Entonces decidió volver a su Dios, pero no lo encontró, y es más, alguien le
había dejado una nota firmada que certificaba la inexistencia absoluta de dicho
refugio: “tú, vil pecador, ¿te atreves a
volver?, el hijo pródigo solo es una metáfora de lo que el hombre no debe ser,
y de lo que Dios nunca haría en relación a él, te fuiste ayer y para siempre,
acá nada ni nadie te recuerda, sigue pudriéndote en el mundo”. Decía la
nota en letras hermosas.
Sin
nada más que su sotana raída y sus zapatos enlodados, además de la boca seca y
el estómago revuelto y casi vacío, derramó una amarga lágrima y se resignó con
romanticismo, comenzó a tararear “Take my
love with you” de Bonnie Raitt y caminó calle abajo, hacia el barrio de los
alcohólicos, a predicarles la palabra, a recobrar el sentido inicial de su vida
ahora desperdiciada, o quien sabe, solo a beber con ellos, mientras en alguna
parte de la ciudad alguien leía con frenético entusiasmo las novelas de ciencia
ficción que no podía creer fueron de un cura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario