Cualquier vestigio de veracidad en sus discursos formaban parte de un pasado remoto y casi improbable; lo de un tal Bruce Brookshire por ejemplo, confundirlo y asignarle sin más la fisonomía y aspecto de otro individuo más obeso y envejecido, menos duro en la composición de canciones y en suma distinto a simple ojo limpio de impurezas del verdadero, era la prueba más irrefutable. Lamentable, muy lamentable, César se lo dijo de manera que pudiera darse una idea de cuánto le quedaba en la credibilidad del resto: Embustero larval, le dijo y arrojó el borrador impreso de los escritos de X al suelo, dispuesto a marcharse de inmediato; pero entonces X lo detuvo sujetándole el brazo como suplicando clemencia, y es que César era el último de sus lectores suscritos a base de halagos y complacencias denodadamente hipócritas; de modo que no lo perdería así nada más.
-Espera César, escucha lo que tengo que decir antes que partas y me tildes de farsante. En primer lugar, nunca alegué que mis propuestas o supuestos registros de la vida que vivo y hasta de la que imagino vivir, fueran ciertas; acaso dime tú, en algún momento dije algo como: todo lo que escribo me sucedió, todo lo que digo es cierto, ahí tienes el mundo para comprobarlo, a lo mejor solamente te invité a leer sin compromiso; claro que mis métodos para tal propósito no hayan sido precisamente los más adecuados.
-¿Adecuados dices, tú imbécil?, si lo relatabas todo con tal honestidad que tuve que olvidarme por mucho tiempo de la posibilidad de un embuste. No trataba de hallar veracidad en tus escritos, solo una cuota de respeto hacia mi confianza en ti, ¡entiendes lo que te digo?
-Claro, sé de tu pesar y por ello te ruego me perdones, pero hay algo que no te he dicho.
-Algo que en verdad ya no me interesa saber; ¿o es que me contarás las versiones reales de los hechos de tu imaginación?
-Tal vez lo hiciera si estuvieras menos afectado, pero no, yo solo quiero añadir a este vínculo un asunto, después poco importa saber de ti o de mí, y listo, el mundo sigue, cada cual por su camino.
-Mira maricón de mierda, a mí ya no me importan un carajo tus porquerías, yo me largo, lo que tengas que decir díselo a tu reflejo mientras te masturbas viéndote el culo o la cagada que expele tu ano, ¿oíste? ¡no me interesa!
César salió airoso del probable agregado de X, y si bien pudo marchar liberado de dicho discurso hasta arribado en total ebriedad a su morada, no pudo hacer nada cuando vio sobre el tapete tras la puerta de su habitación, la nota que decía expresamente: Solo esto más y es todo:
"Siempre me repito en silencio, mientras camino o mastico mis alimentos; durante esas pequeñas pausas que otorgan las actividades meramente orgánicas, si las cuerdas lo son todo; es decir, las cuerdas entre las que crecí y formé una conducta, inclusive una complexión. Nos reuníamos alrededor de la barra hueca de metal de casi tres metros, erguida sobre un pavimento circular de dos metros y medio de diámetro, sumergida en un cimiento de piedras y arena gruesa unos ochenta centímetros, y rematada en su asta en una terminación triangular que a su vez se unía a una pequeña argolla del diámetro de cuatro dedos juntos, a donde se ataba la primera cuerda de nailon, muy resistente al peso promedio de un humano adulto. La longitud de la cuerda oscilaba entre el metro ochenta y los dos metros a lo mucho, rematada en su extremo en una especie de mota hecha de trapos recubriendo una pequeña bolsa de casi cincuenta gramos de arena fina y firmemente atados al nailon. De uno en uno acudíamos a nuestro turno, la consigna era lograr mediante las revoluciones impelidas por las palmas abiertas de la manos, que la mota tocara en su última revolución el poste metálico. Un contrincante hacia un lado y el otro hacia el opuesto a éste. Cada uno disponía a su vez de la mitad de la circunferencia para desplazarse atizando la cuerda hacia su sentido o tratando de evitar que el otro haga lo mismo, interceptando sus revoluciones. Pasábamos mañanas enteras con sus tardes y noches aguardando un nuevo turno o un nuevo contrincante; habían inclusive quienes parecían haber logrado la técnica de hacer elásticos sus brazos tanto como para elevarse sobre los tres metros y dejar ahí arriba, junto a la argolla de donde nacía la cuerda, a la mota, sin posibilidad alguna de que el contrincante pueda hacer algo para evitar su destierro y derrota. Después había otro poste que cuadruplicaba en volumen al primero, y de cuya asta se desprendían mediante un complicado sistema de argollas, seis cuerdas del grosor del mango de una hacha, trenzadas con hilo de acero que terminaban en unas agarraderas triangulares de donde se sujetaba la persona que en este caso haría de mota para el juego.
Entonces se vuelve a poner difícil la situación para mí, querido César (y sé que ahora mismo me vuelves a llamar maricón, por usar querido en lugar de nada, o estúpido, da igual) porque cuando uno se colgaba de cualquiera de las agarraderas y aguardaba en silencio expectante que otros cinco hicieran lo mismo, se podía oír desde alguna de las esquinas del parque donde nos hallábamos, que alguien, o algunos comenzaban a salir recién caída la noche, andando pesadamente, tanto que podía uno sentir cómo el suelo se sobrecogía ligeramente a cada pisada que daban. No podíamos ver con claridad porque eramos niñatos cegados por la magia del juego y por la sombra del poste en sí, que como ya te dije, era enorme como uno de alumbrado público aproximadamente. De pronto girábamos a casi veinte centímetros de la superficie, luego a cincuenta, después a un metro; en instantes nuestro cuerpos se encontraban en paralelo con la superficie terrestre, es cuando presas del vértigo, las náuseas y la desesperación ante el inminente agotamiento de las fuerzas para seguir sujetándonos, gritábamos, llorábamos y por más que dijéramos lo que dijéramos, nadie detendría la máquina, solo era posible el cese de las fuerzas que impelían nuestro vuelo circular, pero tampoco eso era una opción puesto que aquellas pisadas pertenecían a individuos fuera de sí y en dominio y disfrute total de la situación. Al fin nos soltábamos, no aguantaríamos un segundo más, y salíamos disparados, unos hacia el muro de ciprés tallado en forma de elefantes alineados, otros sobre el césped verde y frondoso a varios metros del poste, y algunos, los menos afortunados, quién sabe a dónde, pues desaparecían junto a los dueños de las pesadas pisadas.
Yo fui uno de ellos, sentí un golpe seco en la barbilla porque caí de bruces, vi todo oscuro con eventuales destellos, luego me vi de pie, caminando primero, luego masticando, pero pensando en todo momento si las cuerdas aquellas, es decir, las de nailon y las de acero respectivamente podían acaso ser agujeros o puentes entre aquí y allá, o solo era el movimiento, la rotación, la fuerza de empuje, o quién podría negarme incluso si la forma peculiar de las astas fueran en conjunto una especie de trabajo alquimista de alguien más.
No hay más César, esto es todo, lo dejo a tu juicio. Adiós y gracias, una vez más lo hemos logrado."
-Lo hemos logrado, cómo no hijoeputa, cómo no.
Y César continuó trenzando las hebras de la quinta extensión del poste; más allá aguardaban los niños su turno con ansias desmedidas; al otro lado, una cola sumamente abarrotada se extendía colina abajo, hasta el mar desde la cima donde se hallaba el Templo de las cuerdas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario