A Janie no le gustó la idea de irnos, prefirió salir
e increparme y luego escupirme y patearme y dejarme tirado sobre la acera
implorando nos quedemos para siempre. Pero como también yo soy otro, me puse en
pie en una y dándole alcance le reventé la cara a puñetazos. Es que ambos somos
una especie de bichos raros nacidos para la afrenta, y siendo pareja imaginarse
nada más cómo nos amamos, es tan grotesco que a veces ni nos damos cuenta que
compartimos una cama, un beso, o un verso. Ella pinta paisajes más raros que
los de Bosch, y yo la observo mientras mueve sus manos peludas de un lado a
otro, salpicando la pared con su sudor oscuro, llena de montones de pintura en
la cara, y de moco, sangre y plasta tumefacta de días sórdidos en el resto del
cuerpo y el cabello,. Entonces me acerco y la cojo por la cintura, detengo mi
mirada en sus pechos enormes y me precipito a chupárselas vehementemente. A
Janie no le importa que la interrumpa, siempre dice que soy su aliciente y a
veces, cuando está de buen humor y yo en armonía con mi carácter, hasta dice
que me ama, y yo a ella.
No lo sé, pero a por ratos pienso que no está bien
seguir juntos, y es cuando le digo oye perra asquerosa, ven, te diré algo, y
ella arrojándome el balde vacío de pintura, que no joda, que no tiene ánimos
para yo, el insecto. Me detengo a pensar en su respuesta y rozo con mis patas
la alfombra completamente convencido que la amo. Ella nota mi abstracción y
tornándose cariñosa vuelve su mirada hacia mi cabeza cubierta de costra
sanguinolenta y me asesta un beso tan cálido que derrite la piel seca y remueve
la pus, dejándome supurante y tan ávido de hacerle el amor a través de las
ranuras de sus alas que sin pensarlo le digo: oye mi amor, mira la rata que
asoma por la ventana, y ella tan crédula vuelve la mirada y es cuando estirando
mis pedúnculos genitálicos le perforo lujurioso la sección de entre sus muslos,
descubriendo nada sorprendido que las sanguijuelas de la víspera ya son
escarabajos negros afanosos en sacarle toda la materia carnosa bajo su coraza.
Cuando nos sentamos juntos a la luz del atardecer,
pensamos que somos uno para el otro y siendo tan siniestros incluso entre
nosotros, decidimos arrojarnos de cabeza a la acera. Y mientras dura la caída,
le sonreímos al vacío, asumiendo que el estrépito de nuestras caídas son dulces
melodías que dotan de un aura de paz y amor a nuestras parásitas vidas. Sin
embargo, cuando el silencio póstumo de nuestra materia corpórea reducida a
pedazos diseminados, confirma que todavía estamos vivos, nos reímos hasta
desparramar lo que queda de nuestros sesos sobre el resto de la acera, la cual
estupefacta nos observa quieta, paralizada, como atrapada en su asfalto.
Quizá por eso no nos damos cuenta que tampoco los
vehículos o esos seres que llaman gente, recaban en el peligro que
representamos para ellos, puesto que cuando a Janie se le suben los fuegos a
causa de su mesura descontrolada por no saber qué hacer con tanta fecalidad
etílica en las venas y sus articulaciones, no tiene reparo en tragarse vivos
camiones o centenares de peatones a la espera de un pollo de supermercado.
Vomitándolos lejos, hechos fango y huesos triturados mezclados en mucosidad
verde y putrefacta. Y pareciera que a ellos, los carros, mucho menos, pues
cuando ven que asomo mi nariz pringosa por las rendijas de sus portezuelas e
introduzco mis tentáculos en la guantera buscando los dólares para las mallas
de acero que tanto me gustan, o el revólver para volarles la tapa de los sesos,
no descansan en gritar a claxon batiente en pos de ayuda, a sabiendas que ni un
segundo después, estallarán sobre sus propios intestinos, dejando libre el
tránsito para el resto de víctimas o chatarra.
Nuestras noches son menos interesantes, nos
acostamos tarde, casi al anochecer del siguiente día, y comprobamos que solo
necesitamos bidones con agua para reparar nuestro sueño petrificante, el cual,
si no apelamos al agua, nos deja postrados meses, inclusive años, bajo las
mismas colchas que sabemos, son pieles de cerdos o de injertos para calcinados.
Antes de dejar que el sueño se encargue de sonarnos la sangre gris que inmersa en nuestros tejidos dificulta el
viaje fuera de esta realidad a la que apestamos, pestañeamos cómplices y en
acuerdo unánime de despertar cuanto antes, nos damos sendos abrazos degollantes
y besos agrietalabios diciéndonos, no
sé si ella o yo: oye, ¿no podemos tomar agua cruda y sin liberarlos de microbios?,
y yo, o quizá ella: sí, pero no debo ni bebo, así que no jodas.
Pero son las noches las que más nos obsesionan con
sus garras y la demencia que asola nuestras ganas de no dormir, o de seguir
manteniendo erecta la cordura, y solo entonces, a través de instantes fugaces
de percepción, recabamos en las figuras humanoides que solíamos tener antes de
dotarnos de permisión absoluta a favor de la locura infecta de amor.
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