miércoles, 5 de febrero de 2014

HERMANOS



No sabemos si por azares del destino o por consecuencias de acciones previas, pero estando juntos, mirándonos de soslayo nuestros rasgos faciales, las manos, las cejas, la tallas y la forma de nuestras narices, parecemos las dos mitades de una sola pieza evaluando la reunión.

Él apareció en la oficina hoy por la tarde, preguntó por mí aduciendo que necesitaba entrevistarse cuanto antes conmigo, es una cuestión de vida, le dijo a Mía, la secretaria de la consultora. Me pasaron la voz diciendo que alguien muy parecido a mí, probablemente mi hermano, necesitaba urgentemente hablarme. Yo estaba al teléfono con Carla, mi hija menor, quien en un arranque de ira había roto el jarrón chino que recientemente adquirimos en una feria de Pekín, durante nuestro viaje anual por el mundo. Cálmate hijita le decía, ¿mamá no tiene porqué enterarse ok?, yo me encargo. Y ella que no paraba de llorar diciéndome que no, que tarde o temprano se daría cuenta y entonces incluso a mí, me sería imposible ocultar tamaño agravio a la casa. ¿No confías en mí? le dije, deja que pase un poco el tiempo, por lo menos hasta que tu madre regrese de su trabajo, que no será hasta finalizado el mes, hasta entonces podremos planear una versión que te exima de responsabilidades y te coloque en una situación desde donde nada tengas que ver con el accidente. ¿Accidente?, ¡papá, te dije que lo rompí por qué odiaba ese jarrón!, no soportaba verlo sobre el armario todo el tiempo, pavoneándose e inmune a cualquier cosa, con su etiqueta de Pekín y su valor en yenes. Bueno hijita, a tu mami de hecho que se le saldrá el corazón del impacto de la noticia si se la damos a boquijarro, deja que me encargue. Bueno, no quería hacerle daño a ninguno de ustedes, solo a ese odioso jarro que no sé qué de interesante puede tener como para tenerlo en el mejor lugar de la casa, perdóname papi, te quiero,  me dijo, ahora me encargaré de limpiar todas las pistas, pondré la bolsa en el ático y cuando llegues te cuento todas las incidencias y me ayudas a tirar las evidencias a la basura, vuelve pronto por favor; ah, Mike se largó sin almorzar ni bien le llamó la Nera, están como uña y mugre, ah y sabes, anoche oí que ella dejaba la habitación de tu hijo muy avanzada la noche, pero esa es otra historia. Bueno papá, también quería contarte que…

¿Señor Killian?, fui interrumpido nuevamente por Mía, el señor que lo busca anda muy urgido, y pues no deja de insistir, creo que será mejor que lo atienda. Está bien Mía, Le digo, a Carlita le suplico me de unos minutos o que en todo caso continuamos charlando por la noche, me despido dándole un beso sonado y cuelgo. Que pase le indico a Mía y espero balanceándome en mi asiento.

¿Killian?, es lo primero que me dice el sujeto que efectivamente es bastante parecido a mí solo que más maduro, por no decir viejo, una vez precipitado en la oficina cual niño travieso. Sí, ¿con quién tengo el gusto? le digo extendiéndole la mano afablemente. Hola, me dice correspondiendo mi saludo con la misma afabilidad, soy Larren, Larren Bardales.

Yo soy Killian Bardales, de manera que se comprenderá la sorpresa que me llevé. En mi familia teníamos noticias imprecisas de él, mi medio hermano; solo éramos Ronnie, mi hermano menor que todavía cursa estudios en la universidad y yo. Por lo demás, solo tres hermanas mayores.

Papá nos refirió alguna vez que tuvo un hijo antes de conocer a mamá, con la que se casó ni bien la conoció, poseído por la fiebre del amor que les dura con la misma intensidad y con la que vivió en la pintoresca ciudad del interior del país donde nacimos todos nosotros sus hijos, alimentando palomas, viajando eventualmente, disfrutando de su vejez los dos. A mamá nunca le disgustó esa información, al parecer también ella ya sabía de la existencia del primer hijo de mi padre; pues según nos contaba cuando éramos niños, tanto mi padre como ella, no pudieron hacer nada ante la fulminación del sentimiento que los unió desde entonces, a pesar de que mi padre ya tenía digamos que una familia consolidándose; entró ella a su vida como entra el rocío a la rosa, plagándola de felicidad y frescura. Desde entonces, quebrada su anterior relación, empezaron juntos la relación que nos trajo al mundo a mí y a mis hermanos. Se culpó a mi padre por lo sucedido, era de esperar, sin embargo las circunstancias que propiciaron todo están exentas de nuestro juicio como hijos. De todas formas, ocasiones en las que conmovido por el licor, papá lloraba por la nostalgia de su primer hijo no faltaban, de Larren no quiso darnos información adicional a que era casi contemporáneo con mi hermana mayor, Daphne y que era casi idéntico al bisabuelo, es decir, al abuelo de papá.

Pasó el tiempo, se fue olvidando el suceso, supongo que en silencio papá seguía sufriendo, pero mamá se encargó de que su calvario sea el más llevadero posible, llenándolo de cariño y comprensión en cada instante de su vida. En cada palabra depositaba ella, nos consta, un mar de amor, en cada acto, un pétalo de su magia, ya que huelga decirlo, mi madre es de esas mujeres, que aparte de ser hermosas, guardan para alguien especial un tipo de belleza exclusiva, capaz de darle color al negativo de la fotografía con solo asomar su aliento, o de pintar paisajes hermosos en demasía con la delicadeza de un gesto digno de una diosa, o de un pajarillo que aleteando difumina las penas y el mal ánimo. Bueno, será por eso que papá pareció superar el vacío de su primogénito. Supimos que siempre hacía depósitos mensuales a una cuenta que alguien más manejaba, quizá la madre de su hijo, por lo que nunca tuvo problemas al respecto.

El hijo no asomó a la vida de nuestro padre durante los treinta y tantos años que debería tener cuando lo conocí; mi padre por su parte, luego de varios intentos de aproximarse, se convenció de que tenía que superarlo o vivir con esa soga al cuello, extrañándolo y pretendiendo acercársele. Quizá educado en el empeño de olvidar o solo porque las cosas se dieron así con él, es decir, con Larren. Lo cierto es que cuando mi medio hermano, pronunció su nombre, experimenté un vahído, una sensación rara cual corriente eléctrica diseminándose a través de mi mano apretada cálidamente por la suya y llegando por mis brazos y tórax hasta el corazón, donde se quedó asestándole un compacto golpe de sorpresa. Sentí como si saludara a un viejo amigo muy cercano, jamás lo había visto, ni siquiera en fotografías, pero ahora que contemplaba sus facciones, podría afirmar que éramos hermanos gemelos.

No sé la gente, es decir, el resto, pero a nosotros nos criaron de la mejor manera. Recuerdo los paseos con papá los domingos, cuando íbamos al río a recolectar piedras con figuras de rostros o formas de animales, cazar bichos e insectos llenándolos en frascos de vidrio, nadar en las orillas, tirarnos al pasto frescos, dejando que el solo bronceé nuestra piel de por sí, ya bronceada, o cuando perseguíamos palomas con  piedras propulsadas con hule; y luego, caída la tarde, cuando volvíamos  a casa con el resto de mis hermanas, hallando a mamá sumida en sus planos y proyectos, de la que se salía precipitada para coger lo cazado y meterlo a la olla, echarle algunas especias y servirnos con harto arroz, y luego cuando todos callados, tratábamos de comernos eso sin decir nada que pudiera ofender a alguien, se ponía en pie ella, y sin dejar de darle un beso a mi padre se agazapaba con el teléfono, apelando a la salvación de algún restorán que en minutos salvaba nuestro domingo trayéndonos comida comestible. Y luego, las tardes llenas de películas en las que el verdadero espectáculo eran las anécdotas de papá, o las reflexiones de mamá, a veces el filme, a veces; desparramados todos sobre el sillón enorme que teníamos en la sala, con los pies descalzos y enmarañados unos con otros, comiendo, bebiendo, riendo, durmiendo. Papá fumaba, recuerdo, siempre fumaba y tenía una copa en la mano, a mamá ni a nadie le molestaba aquello, es más, siempre estábamos prestos a alcanzarle el cenicero o un nuevo vaso. Mamá pintaba, teníamos la casa llena de cuadros suyos, ella amaba su arte, pero tenía que ejercer su profesión no precisamente orientada al arte, sino al diseño urbano, al sustento, como decía, pues con el trabajo de papá, que era hacer mil cosas y nada a la vez, jamás hubiéramos podido disfrutar de la comodidad de una vida libre de urgencias, al menos económicas. Claro que los problemas también los teníamos, pero eran de índole estrictamente trivial, que siempre una caricia o beso de mi madre, una palabra de aliento o un certero discurso plagado de referencias bibliográficas y citas literarias de mi padre, lo superaban todo.

Así pasó el tiempo, mis hermanas fueron saliendo de casa, una tras otra, hasta que me tocó a mí hace doce años, cuando Mike tenía el año de nacido. Mamá lloró, pero según dijo de alegría, en casa solo quedaría Ronnie, y mientras terminaba yo de empacar mis cosas con Nadia, mi mujer, papá llegó de su habitual paseo por el parque, tenía el semblante cansado, se le notaba un poco más viejo, quizá por los bigotes que no se los afeitaba hace un buen tiempo, cuando entró por el portón, lo contemplé a la luz plena del mediodía, y pude ver que realmente estaba viejo, que así era la vida con la gente, que hacías tantas cosas para seguir en pie hasta que un día salías a pasear o trabajar o lo que sea, como lo venías haciendo por tanto tiempo, y cuando regresabas, eras ya un anciano, lento, fofo, capaz de inspirar un tipo de compasión que excedía al amor en su capacidad de asistencia. Aquel día lo abracé fuerte y le di un beso en la frente,  le dije te amo papi, me marcho a mi hogar; él solo atinó a decir que lo que quiera que haga, sea luego de comer, de modo que nos dispusimos a comer, entre chistes y algarabía que bien supe eran solo para paliar el dolor que mis padres sentían ante mi partida.

Me vine a la capital, acá vivo desde entonces, tengo una maleta llena de cartas de mi padre, y otra de mi madre, ambos ya son ancianos, pero siguen juntos, saludables e impetuosos en su amor que cosa maravillosa nunca decayó, siempre estuvieron alimentándolo con cariño y largas charlas que solo ellos encontraban entretenidas: sobre las hojas que arrastraba el viento, o el brillo opaco del sol durante los meses de enero a marzo, o sobre el color que hallaban demasiado pálido en el rostro de ciertos niños, o tan solo del silencio que a veces parecía envolverlos mientras con sus miradas el éxtasis de saberse amados, reemplazaba los procesos racionales para el verbo, y cosas así.
Siempre los extrañamos mis hermanos y yo, y siempre también estamos visitándolos, pero para esta repentina visita dudo mucho que estuvieran preparados.

La entrevista fue breve, en parte por las actividades del trabajo que me exigían dedicación, y en otra por la taciturnidad de mi hermano, me pareció que solo había venido a verme, literalmente, no habló más que para contestar ciertas preguntas mías con monosílabos, y por lo demás se dedicó a observarme, incluso en un momento se puso de pie y acercándose alargó su mano a mi rostro, cosa que me puso en alerta, pues no era algo que cualquier persona hiciera muy a menudo, a menos claro, que sea mi mujer,  o mis hijos, o mis padres, por lo que retiré su mano algo incómodo. Larren entonces retrocedió, se disculpó ceremonioso y aduciendo que lo esperaban, excusó su partida, agradeció mi tiempo y se marchó sin más.

Mucho tiempo después, cuando estaba en casa de mis padres durante las vacaciones, tenía a Carla sobre mis rodillas, ya tenía ella sus diez años, pero todavía le gustaba que la alimentase yo, con la cuchara de madera y la escudilla de plata de la abuela Betty, madre de papá. Veíamos el noticiero, hablaban de la caída del asesino en serie más temible de nuestro país, monstruo que tenía en su haber cincuenta y cinco víctimas, todas asesinadas brutalmente y con la firma característica de su mano, una cruz invertida en ambas mejillas. Lo bajaban del vehículo policial, amordazado, pero contrario a la lógica, el asesino no trataba de ocultar su rostro, es más, parecía sentirse orgulloso de estar donde estaba y de haber hecho lo que hizo, insultando a todo el mundo, riéndose poseso de lo que le decían, haciendo de su detención todo un espectáculo grotesco.

Entonces volví a sentir esa rara sensación de cuando lo conocí, pero esta vez traducida en un nudo que se hacía en mi garganta, era él, Larren. Se acercó a una de las cámaras y escupió una espesa flema verdosa que todo el país la pudo ver, pero sé que iba dirigida a mí, o a todo lo que involucre a su padre, mi padre; eso pensé, quizá a causa de los típicos casos de resentimiento ante el abandono, traumas severos que determinan la personalidad de la persona. Apagué sumamente consternado el artefacto, a Carlita la abracé fuerte y justo cuando mi padre entró a la sala, en pantuflas y más viejo que nunca, arrastrándose como un lastre se me ocurrió que algo siniestro había en el pasado de mi progenitor, o en su versión acerca de cómo y por qué dejó a Larren. No me atreví a decirle nada, solo lo miré, y él pareció comprenderlo todo. Depositó su copa sobre el televisor apagado, se puso de pie, me miró fijo a los ojos, llevó su desgastada mano y la depositó sobre la cabecita de mi hija, marchándose de inmediato.

Luego, la muerte, como siempre, cerrando etapas, determinando futuros. Papá partió, los últimos meses de su vida, lo sombrío pareció asentársele definitivamente; sentado, taciturno y en compañía de mi madre, lograba esbozar sonrisas, el resto del tiempo la mirada que pretendía orientar a algo o alguien se extraviaba a instantes de su pretensión, dotándole de un semblante bastante triste, que hasta las flores que cultivaba parecían notarlo, y no pudiendo hacer otra cosa para acompañarlo, se marchitaban y secaban vertiginosamente. Bueno, su vida fue recordada con entero fervor de nuestra parte.

A los días de enterrado mi padre, supimos que por maniobras de la ley, Larren había obtenido libertad bajo palabra, por buen comportamiento o quién sabe. Y dándose las cosas así, solo por pensar, se asomó a mi mente que quizá pudiera venir a buscarnos, para inculparnos y hacernos pagar el curso de su retorcida vida. No sé si por eso o porque la idea pensada con ímpetu atrae a la realidad la realización de las más perversas sospechas, pero al cabo de un par de meses, durante la exequias de mi padre, llamaron a la puerta cuando nos hallábamos conversando bajito la familia entera sobre cosas triviales que en los velorios se conversan, nadie imaginaría que se trataba de Larren a no ser porque a alguien se le ocurrió otear por la rendija y ver que las botas enlodadas y la sombra siniestra de un desconocido con la misma contextura de mi persona, era quien llamaba.

El rumor se hizo perturbador entonces, el hijo criminal del finado llegó, comenzó a oírse por doquier, y en menos de lo creíble, se asentó el silencio absoluto, dotándole a la ceremonia ese toque siniestro que a veces suelen tener estas reuniones. Sin embargo, el visitante no decayó en su llamado, e insistente redobló su ímpetu en golpear al parecer con nudillos de acero la puerta de madera, que solo parecía quejarse ante cada golpe, que curiosamente se hacía más intenso, certero y brutal, tanto así que minutos después, cada golpe que daba hacía temblar a cada uno de los asistentes. Entonces se me ocurrió que no era para tanto, que saliendo por la otra puerta podía ver de quién se trataba realmente y ver qué quería. Estuvieron de acuerdo conmigo y como despidiéndose, sentí varias palmadas en el hombro. Suerte, me decían.

Salí pues, cerré con llave la puerta lateral porsiacaso y caminé decidido y convencido de lo que haría. Lo vi a unos veinte metros, de pie y todavía empecinado en tocar. Me fui acercando pero en simultáneo noté que mis pasos se hacían cada vez más pesados, lentos, como si perdiera la cuenta de los mismos, hasta que casi al llegar donde él, sentí que se derretía el piso, y me hundía; me lancé finalmente sobre él en pos de ayuda, no sabía qué me sucedía. Me caigo, grité, al tiempo que sentí me cogí de la manga de su chaqueta, entonces volvió la mirada hacia mí, cogió mi cabeza y la ladeó con fuerza, desencajándola, y tirando de inmediato de mí para sacarme de donde me hundía, caí a un lado, y desde abajo vi que se limpiaba la camisa estrujada en mi desesperación. Luego, acercándose, me tendió otra vez la misma mano, levántate hermano, me dijo y colocando lo que pudo rescatar de donde me hundía, junto a su cabeza, en uno de sus hombros para ser más exactos, tocó hasta derribar con sus manos que me parecieron o fueron haciéndose grandes, muy grandes hasta lo inconmensurable, las puertas de par en par.

No imaginé que el miedo se tiñera de oscuridad absoluta, negrura pura de balas siniestras sobre cráneos candentes de avidez suicida, pero adentro estaba todo oscuro, vacío. Entramos pues, quise saber entonces qué es lo que buscábamos, pero para mi sorpresa esa capacidad, es decir, la de pronunciar cuestionamientos, ya me era ajena e impropia, de modo que permanecí callado y alerta a lo que sucedería. Sus enormes manos dieron con las ventanas lacradas y las abrieron con golpes de codo tan contundentes como las bofetadas de una despechada, y con la luz repentina notamos que el grupo moviéndose cual musarañas no tenía más opción que detenerse o morir del pánico. Eran un grupo de ojitos rojos que no sé cuándo ni por qué consideré como los míos, ojitos medrosos, brillantes y redondos como canicas que no pudiendo más con la abrupta irrupción, se apagaron cual luminarias en la mañana, lentos y validos del camuflaje de la luz del sol que colándose por las ventanas mencionadas, hallaron antes que mi hermano, el cuerpo descuartizado de alguien a quien nos acercamos como leopardos guiados por la carne.

Todo indicaba que se trató de alguien muy cercano a nosotros, quizá un hermano más, y la justificación para tan execrable acto estaba remitida a la oscuridad, al miedo o quién sabe a las mentes bipartiéndose sobre ajustes de saldos carnales o morales, etc. Ahí estaba, sin cabeza y de la cintura para abajo totalmente destruido, como si una máquina carnívora lo hubiera absorbido inmisericorde. Nos acercamos, tocamos con sus enormes dedos su camisa y olimos de más cerca su sangre seca, no había duda, era un hermano.


Nos pusimos de pie, buscamos alrededor, puro silencio en el respirar, queditos y absortos en su miedo. Los vimos y partimos, nunca hallaríamos respuestas resurrectas a los quiebres familiares, pero sí alternativas, ésta era una, ser hermanos, serlos hasta más allá de la comprensión y la genética.

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