Para Jaav Pierre, Reptiliano nato
Ya
no había segundo en el cual dejara de pensar en lo que experimentaría y
seguiría al morir, con tal ahínco que le daba miedo incluso dejar de hacerlo, creyendo
en vano que tal evento podría tener una oportunidad con el fracaso, es decir, con
su no muerte. Albergando en su mente tal pensamiento que le infundía algo de
sosiego y morbosa esperanza, como si viera a su esperanza de supervivencia esbozar una
mueca sonrinolente; pero por lo demás
era inconcebible separar de ahora en adelante a la muerte de sus planes más
cercanos, no gozaba más de la irresponsabilidad general que tiene la gente con
su no muerte, tendría que enfrentarla como en un duelo al que iría sin arma
alguna.
Lo
trasladarían muy pronto al penal, solo era cuestión de que lunes llegara con su
habitual modorra para que el rechoncho y calvo juez dictaminara la sentencia
final, mientras tanto sus manos inquietas iban de la banca a sus pómulos, de su
cabeza al muro y luego a encontrarse entre ellas y frotarse vehementemente en
pos de calor, sosiego o quién sabe qué aparte de hacer dilatar el tiempo hasta
desaparecer de su percepción, cosa que sería mejor en su situación, donde cada
segundo transcurrido era una puñalada a su equilibrio mental, su mesura, su
cordura… era insoportable, sentía estallar una bomba de clavos dentro de su
cabeza
La
lluvia parecía arreciar violenta allá afuera, pero él no podría verla nunca
más, moriría además sin poder embadurnar sus botas con el glorioso barro poblano
donde sus ancestros se anclaron hasta su generación. Esto era la fatalidad
absoluta, de modo que no era perder la casa, o el trabajo, o la mujer, se
trataba de la libertad, y claro, también estaba la vida, pero sin libertad, de
qué servía la vida más que para sentarse y podrirse lentamente. Lo más preciado
del hombre es su capacidad para desplazarse, hacer y ser lo que él decida, pero
en el forzado encierro, justo o no, desaparecía el derecho inherente a la condición
humana, todo se tornaba absurdo; ya no tenía sentido ni siquiera soñar, mucho
menos hacer planes, o tan solo imaginar, nada tenía el más mínimo propósito o
chispa de voluntad, el futuro hecho pedazos, la certidumbre del final aclarada
al punto de dañar la conciencia.
Le
dirían lo inapelable, su condena, y para entonces, lo único que tenía pensado como
escudo ante la desesperación, era mostrarse indiferente, con un gesto de total
desapego por cuestiones definitivas como ser sentenciado a ser ejecutado, gesto
que incluso podría tornarse soez insulto a quien osase preguntarle sobre su
crimen, como si no importara nadita saber que morirá sin más consideraciones
que decírselo frente a un jurado y demás gente que nada tiene que saber al
respecto. Sin embargo el miedo que parecía invadirlo totalmente desde los pies
hasta la coronilla, le hacía temblar, sudar, llorar a mares, transportándolo
con la memoria a los brazos delgados de su padre que constantemente se
obstinaban contra las cuerdas de una guitarra que jamás lograba arrancar
sonidos gratificantes almenos para sus oídos,sus juegos que constituían un
légamo misterioso al disfrute de cualquiera, inclusive los suyos, saltar como
cabra sobre raíces gigantescas de eucaliptos arrancados del todo para la
construcción de carreteras, o arrojarse discos de plásticos aludiendo a viejos
juegos mayas; también sus enseñanzas durante sus travesías en el campo, sobre
cómo algunos insectos iban dejando algunos hábitos para adaptarse a otros,
debido a condiciones incluso menos favorables para ellas a causa de los
obstáculos que solía fabricarles él mismo, como ponerles un bidón de ácido al
goteo cerca de sus guaridas, obligándoles a bien mudarse o tolerar la sustancia
y hacer de ella hasta su alimento; le mostró grillos que nadaban en kerosene o
sapos capaces de soportar explosiones de hasta cincuenta cuetecillos en su
boca, tan solo recubriéndolos con una delgada capa de silicona líquida.
Recordaba también cuando juntos lanzábanse a cazar pichones con perdigones
lanzados con propulsores caseros, o su casa de adobe de la época colonial con
tejado ocre, donde recuerda halló una curiosa ave de la que a nadie dio mayor
razón debido a lo extraordinario de su rareza, esto en parte porque su padre
permanecía si bien la mayoría del tiempo atento a sus deberes de padre,
asistencia y esas cosas, a veces parecía ensimismarse y se encerraba en su
habitación durante largas horas en las que el mutismo absoluto asolaba la
atmósfera dotándole un perturbador sonido agudo más allá de lo perceptible,
pero dañino, como si con electrodos perforaran la cabeza de oreja a oreja; y
también porque en su niñez el contacto y
descubrimiento de seres ajenos a su cotidianeidad le eran tan frecuentes que
consideraba que los misterios del mundo eran tan habituales como la llegada del
sol cada día, no poseía la delgada telita que cubre la visión normal del mundo tal
como real y alternamente los es, asumía todas las posibilidades ilimitadas de
realidad comoverdaderas, se las creía todas por así decirlo, consideraba
extraordinario la simple apreciación de un tornillo desencajado de su cavidad,
le parecía maravilloso poder contemplarlo, metálico, ligeramente torcido, con
sus ranuras finas y su aspecto corroído, sumergido en la madera casi hasta la
cabeza, como si se tratase de un sujeto tratando de salir de alguna ciénaga, a
punto de sacar los brazos y estirar la voz para pedir auxilio.
Con
esta, digamos cualidad, en materia de animales, solía hallarlos a todos tan
extraños que la fascinación era lo único que su mente y cuerpo experimentaban
ante cualquiera que pudiera presentársele, por eso cuando una tarde sombría en
la que no pudo echarse a andar entre los densos matorrales para cazar con su resortera
cualquier cosa que se moviera entre las ramas, o hurgar con narices y todo bajo
las piedras o entre los recovecos más insólitos, se le ocurrió subir al tejado
e ingresar al palomar, desde donde parecía surgir desde días antes los
chillidos de algo que definitivamente no era una paloma; así, empecinado en
saber a toda costa de quién se trataba, alargó su infantil cuerpo y reptó
vigoroso hasta chocar con su cráneo contra el límite del palomar, donde la
oscuridad era absoluta, precisa para darle utilidad al tacto y la valentía,
pues era tan posible hallar al misterioso ser como dar con una peluda y
venenosa tarántula que podría hacerle pasar un mal rato de dolor intenso.
Como
quien busca sus zapatos en la oscuridad, palpó en diversas partes que su ubicación
le permitía, y luego de estrujar plumas, excremento de palomas y uno que otro
pichón muerto, se dio con una extraña forma de diamante, de consistencia
corrugada y áspera, era la terminación que conducía a través de una especie de
manguerilla, más parecida a una pata de ñandú, hacia algo mucho más grande y
extraño. Confundido, porque miedo jamás aprendió a sentir, salvo cuando su
padre se encerraba y creía que la soledad lo devoraría cuando ese no sonido se
iniciaba, haciéndolo humo y perdiéndolo en lo desconocido, decidió ser prudente
y retirar la mano y darse para atrás, evento que hubiera aliviado a cualquier
padre, mas no era su definitiva decisión, pues una vez liberado del palomar,
armóse de picahielos, soguillas y linterna para volver a la misión que le
permitiría saber de quién se trataba aquella cola, pues estaba claro que lo era,
el rabo de algo que pronto descubrió.
Logró
saber sobre el hallazgo, a juzgar por los detalles palpados, que se trataba de
un Dimorphodon, extraña especie de
dinosaurio volador extinto hace millones de años. La sorpresa era tanta como lo
era su fascinación, por consiguiente depositó todos sus esfuerzos en
documentarse más acerca del animal para cuando le diera caza, saber qué clase
de mascota criaría en adelante. Decidió adoptarlo, no había otra opción, la
única forma de hacerle afrenta a la soledad era inventándose hallazgos e
inclusive creándolos, y si sucedían en realidad, mejor, Él adoraba a los
dinosaurios, es más, sintió en adelante que en el fondo era uno de ellos
camuflado en el cuerpo de un niño, esto último le producía sendas exaltaciones
del ánimo, sentía que llegaría su momento de salir de su caparazón humano.
Se
informó que una tal Mary Anning, allá por el siglo diecinueve había hallado
cerca de su casa los fósiles de uno de estos animales, acerca del ejemplar
hallado por la inglesa señora, decía el libro, teníaun metro y cuarenta
centímetros, databa del periodo jurásico y líneas más abajo uno que otro
detalle sobre su fisonomía, como que tenía el pico bastante similar al de un
tucán gigante y que con sus garras lograba asirse de las rocas mientras no
volaba; imaginó un gigantesco cocodrilo pegado a la pared de su habitación,
enjugado en sudor por no lograr trepar a causa de las baldosas sumamente lisas,
a donde él dirigía el chorro de su orina desde su camarote, sonrió por la
ocurrencia.
El
ceño se le contrajoabruptamente al releer la época de cuando existióel primitivo
ave; eran tantos que bastaba recapacitar en los que la humanidad llevaba sobre
la tierra para sentirse insignificante, y volviendo la mirada hacia el cielo
raso, donde seguramente estaría el dinosaurio, comprendió que su hallazgo era
tan insólito como los huesos de un tal cristo de dos cabezas o el cráneo
perforado de un australopitecos muerto a quemarropa por un gatillo fácil del
futuro. Entonces, cerrando el libro, cogió otra vez sus herramientas, constató
la ausencia de su padre y emprendió nuevamente la subida al palomar, esta vez a
cogerlo y hacerlo su mascota.
Pero
como cuando se tiene un exquisito pedazo de mujer jadeando extasiada, a
instantes de lograr el estallido y se es brutalmente interrumpido por el
inminente despertar, así de grande fue su frustración cuando llegó al lugar y buscó
con tal ímpetu al dinosaurio, sin lograr hallarlo incluso cuando consternado
decidió deshacer el tejado de esa parte del techo para agotar posibilidades de
escondite, no podía creer que a quien trataba de coger no era lo que había
creído, sino su padre en persona, desnudo y contorsionado al punto de tener todos
los dedos del pie metidos en la boca, excretando a raudales una materia viscosa
por los ojos. Está envenenado pensó. Qué
será de mí, pobre huérfano, pensó fatalista.
No
tuvo tiempo para saber qué pasó o porqué estuvo allí su padre en lugar del dinosaurio,
o si efectivamente el envenenamiento lo mató o qué, lo cierto es que una vez enterada
su madre del evento mediante una desesperada llamada del niño, escandalizada y
convencida de haber tenido la razón siempre con respecto del gran error que fue
ese hombre, no solo para ella, sino ahora para su hijo; rauda acudió en su
búsqueda y se lo llevó ipso facto. Que se lo coman las ratas o las palomas o lo
que sea, vociferó la implacable mujer mientras tomaba a su hijo de la solapa de la camisa y lo
introducía a su automóvil con rumbo a la ciudad donde ella vivía y de la que
aparentemente huyó el padre. ¿Huyó?, se preguntó el niño, cómo no se le había
ocurrido antes semejante hipótesis, quizá a causa de la influencia hipnótica
del silencio perturbador que emitía su vástago desde su encierro.
Hubo
juicio, el padre no hubo muerto, pero tampoco se supo qué le pasó en el
palomar; todo el proceso legal lo ganó la madre aduciendo que el padre era el
perfecto modelo de fracaso a seguir hacia la decadencia y desbaratamiento de
una vida llena de expectativas como la de su hijo, aparte de ser un maniático y
loco. Llevándoselo luego al extranjero para hacer de él cualquier cosa, menos
algo que tuviera que ver con lo que fue o quiso que fuera su padre. Lo del dinosaurio
quedó sepultado con la tierra del olvido selectivo del muchacho, quedándose tan
solo con lo bueno que hubiera sido criarlo y volar en él de no ser por la
irrupción de su padre; a lo mejor se lo comió, pero ¿un hombre a un
dinosaurio?, quién sabe qué misterios ocultaría su padre tras su silencio filudo.
Sin
lugar a dudas la mujer tuvo de qué jactarse frente al mundo pasados los años,
había hecho de su hijo un mojigato y títere de la gente tuerca racionalizada
hasta la necedad, nunca dejó que nada referente a su padre ejerciera sobre él
influencia alguna, se obstinó ilusamente en alejarlo lo más posible de su
memoria infantil, llenándolo de frivolidades y superficialidades propias de la incivilización
occidental y luego, cuando el muchacho dejó de serlo pasando a ser joven, notó
que la barba oscura forestada en el ochenta por ciento de sus mejillas, más el
rasgo sombrío en su mirada y su encorvado y lento andar, sugerían que a pesar
de todos los esfuerzos maternos, la herencia genética pareció primar. I
Igual
de idiota que su padre, sospechaba que pensaba su madre mientras se marchaba de
la casa que decidió dejar una vez que ellaconsiguió un empleo para él en el
edificio de ensamblaje de computadoras. En adelante la frecuencia de visitas
fue dilatándose al punto de no verse en meses, años, finalmente, cuando una
mañana le avisaron de una llamada urgente, el muchacho hecho adulto caminó como
queriendo evitar dañar el piso con sus insufribles y medrosos pasos, la mirada
encajada en los cuadrados que poblaban el piso, en las gradas blancas que
conducían al locutorio, en las paredes llenas de cuadros de gerentes y sus
familias, de fiestas, de congratulaciones, de festejos, hasta en las espaldas
fantásticamente blancas de sus colegas, también en el vacío que parecía
gobernar en cada espacio de las oficinas de la empresa, hasta que al llegar
supo que algo tenía que ver con su madre, y nada más coger el auricular deshizo
sus dudas y concretó sus sospechas.
Lo
sentimos y le ofrecemos nuestras más sinceras condolencias. Lo sé y gracias.
Fue todo cuanto se conversó, colgó precipitado y contrario a la mirada de quien
pudiera estar observándolo, enderezó la
espalda, resopló y escupió ufano sobre un gran cuadro del gerente general una plasta
casi sanguinolenta de esputo que resbaló urgido a lo largo de todo el cristal
que recubría la fotografía donde un rechoncho hombre posaba luciendo la medalla
al mérito otorgada por el presidente de la nación años antes.
Fue
cuando realmente retomó su vida, como si despertase de un prolongado
aletargamiento que se extendió desde el rapto, porque así lo consideró él a
partir del primer año de convivencia con su madre, ante la indiferencia gélida
y falta absoluta de interés en nada más que el sonido de sus peticiones básicas:
hasta ahora cuando quitándose la chaqueta visualizaba evocando la figura de su
padre, de su casa en medio de la nada, de sus veladas de lenta e hipnotizante tertulia
a la luz de una vela negra, del humo de su pipa, de sus desmesurados pies sumergidos
en bateas, dejándose cortar, o mejor, comer las uñas en pura complacencia por
ciertos pececitos orientales, ya que ni uñas tenía, solo carne pelada en la
punta de los dedos y unos extraños callos que sobresalían como huesos curvos, o
mejor, como garras de gavilán.
No
tuvo que decirle a nadie, total, tampoco les interesaba a juzgar por la manera
como sostenían sus conversaciones, todos con miradas evasivas, haciendo
cualquier cosa mientras alguien les hablaba, menos conversar como realmente se
hace, mirándose de frente y con interés. De modo que dejando su guardapolvo
sobre el escritorio, marcó un número, pronunció un sí casi inaudible, como para
evitar despertar a toda esa bola de robots adormilados, y colgando con la misma
delicadeza, oteó en su derredor buscando un posible espectador, mas nada, solo
cabezas negras estupefactas, todo perfecto para proceder con su decisión.
La
autopista se hallaba desolada, con ciertas alimañas cruzando suicidas de lado a
lado, su mirada recaída sobre la línea en el horizonte del asfalto, donde
parecía que el fuego fatuo emergía insólito del barro mecánico con que se hacen
las carreteras, recordó alguna improbable borrachera que tuvo con anisado, en
la que miraba todo como a través de ese fuego fatuo, pensó seguir deslizándose
en esos recuerdos cuando a los lejos un camión petrolero se avecinaba a toda
velocidad, estiró la mano e hizo autostop,
el conductor se detuvo, le requirió unos centavos a cambio del servicio,
éste aceptó y con su valija llena de algunos papeles y una que otra prenda
depositó su cuerpo en el roído asiento del copiloto. Charlaron de temas
triviales y sin norte ni pulpa, se hizo la noche, a la mañana siguiente, cuando
el claxon estridente de otro vehículo le hizo despertar, comprobó que arribaban
a su destino.
Bajó
del camión dando un grato apretón de manos despidiéndose del conductor, y al
pisar el suelo se dio cuenta sin creerlo que sus ropas le colgaban como las
carnes a un leproso, y su sombra se proyectaba pequeña, como la de un niño, ¡un
niño! y al moverse y enhebrar los pasos comprobó que los zapatos se le caían de
grandes, entonces sí se le ocurrió que algo sumamente extraño le había
sucedido, como con el dinosaurio y su padre, ahora era él, otra vez niño.
Despojóse
pues de sus prendas, y desnudo, con la maleta inmensa tirando de él, corrió
raudo a la casa paterna; corrió es un decir, ya que a cada paso que daba se
detenía a descansarpensando con más pesadez en su padre, a ese paso llegó
cuando la noche cubrió con su antifaz el rostro de la tierra. La casa lucía
igual, solo que con más arrugas y canas, los aleros exponían su esqueleto y las
ventanas y puertas despojadas de color, exhibían grueso polvo y entrañas mobiliarias
en total abandono. Detenido frente a ella, el otra vez niño dudó por un
instante en hacer algo más, pensó volver a la carretera y enrumbarse a
cualquier otro sitio, pero recapacitando en su actual mutación, le sería
imposible valerse por sí solo, de modo que lo único era entrar. Mas cuando se
dispuso, oyó que alguien lo llamaba de alguna parte a gritos, como tratando de
evitar que haga lo que se disponía, volvió la mirada y halló a una niña de unos
diez años, vestida de falda corta y blusa azul, haciéndole con la mano señales
para detenerse, para esperara que le diga algo; el niño hombre se detuvo
extrañado, esperando con la maleta junto a sus pies, hasta que en un par de
minutos que duraron siglos, respiró abundante aliento de su interlocutora, quien
no paró de pronunciar palabras metralla que versaban acerca de lo peligroso que
sería para él entrar a esa casa abandonada hace tanto, y qué es lo que hacía un
niño solo por esos lares, encima desnudo y cargando semejante maleta y mil
cosas más que el niño hombre desistió en su afán de comprenderla y se dedicó
exclusivamente a contemplarla embriagado por la fascinante belleza que la niña
con su larga cabellera y sus mejillas rosadas irradiaba, mientras su melodiosa
voz corroboraba semejante hermosura.
Los
contundentes golpes de un cuerpo contra la reja y el concreto, seguramentede
algún reo resistiéndose al inminente vejamen del cual estaría siendo víctima,
lo sacó de sus recuerdos, detestó despertar en medio de la madrugada, por lo
que se sentó impávido, lelo, percatándose gradualmente de su ubicación,
sombras, luces pálidas, rechinar de metal, vagos rumores a lo lejos de voces,
lamentos, risotadas, agonías. Y no, no soñaba, seguía dentro de esa horrible
cárcel, a horas de saber su destino final de labios del juez. Resignado a estas
alturas de la noche, pensando en que algo habrá de seguirle a la muerte, no
cree que solo se apaguen las luces de la consciencia y ya, quizá haya algo más
luego, quizá, mientras tanto, ante la imposibilidad de volver a conciliar el
sueño, cruza por su mente a través de rápidas imágenes disparadas por su
morbosa memoria, la niña de cabellera rizada y pómulos rosados, retorciéndose
entre sus manos, dibujando horrendas muecas de dolor cada que sus labios y
basilisca lengua calcinaban su infantil piel, y deseó no haber nacido, ansió la
condición de una araña que justamente devoraba a una mosca envolviéndola en
seda letal y chupándole la vida, sin embargo, incluso el insecto le recordaba a
él mismo, es más, era la fiel representación de su acto, era insoportable ver
incluso sin proponérselo, la recreación de su delito por todas partes. El
remordimiento avasallaba su cordura, sus nervios, sumiéndole en segundos en
oscuros pantanos de irreconciliable pesar, desde donde solo avizoraba el justo
castigo que sería su muerte una vez dictada la sentencia.
No
supo cómo retomar y asimilar las acciones recientes de su yo siendo niño otra
vez, una vez dentro de la casa, y con la niña tomada de los cabellos, siendo
arrastrada mientras con los pies no escatimaba en propinar sendas patadas a
cualquier parte del cuerpo que inútilmente trataba de desasirse de sus
compresas manos, curiosamente nada infantil quedaba en esos pies, ni en esa
fuerza, ni en ese goce absoluto por sentirse poderoso, dueño de sus placeres y
acciones, incluso cuando él mismo era quien actuaba bajo influencia de algo
mayor, quizá un demonio, quizá un trauma, una vocación descubierta, puesta en
evidencia, o simplemente un ser que despertaba regurgitado a la consumación de
una vida.
Una
vez atravesada la vetusta puerta de rechinantes y oxidados goznes con rumbo
hacia el núcleo de la casa, pensó hallar a su padre, pero en lugar de ello, halló
su verdadero yo pedófilo, desviado y enfermo sexual, el cual, sin miramientos
de ningún tipo, le obligó a doblar la rodillas y postrarse a sacrificar en aras
del crimen y la lujuria descontrolada, la inocencia y vulnerabilidad de una
niña incapacitada de hacer otra cosa que chillar garganta en mano dejando su
integridad sucumbir al estupro.
Cuando
la prematura mañana asomó su cabellera por alguna rendija del claustro, imaginó
una nave espacial destinada a cazarlo disparando misiles radioactivos en todo
su cuerpo, sobre todo en sus genitales, pero no, otro día de brutal espera a la
luz de sus torturas mentales. Aquel día no pudo mirar a la cara de ninguno que
le dirigía la palabra, solo sus lágrimas enfrentaban el escrutinio con que las
voces y siluetas se le dirigían, solamente su llanto pudo ser sincero con su
caída sin estrépito sobre el piso sanguinolento y humedecido a punta de extrema
angustia y desesperación; alguien susurraba: mátate basura humana, alguien que
quizá fuese él mismo escondido tras su estructura ósea. Y así, pasadas las
horas, las caras, las comidas y horarios, determinó que no había motivo alguno
que impida su autoejecución en pro la redención de un alma atormentada por la realización
de sus más oscuros deseos, un alma que quizá jamás supo a la siniestra familia
que pertenecía, pero que sí deseó nunca haberlo hecho. Cogió sus pasadores,
hizo una gran cuerda con ella, la ató a la viga de donde se distribuían los
barrotes, e impulsándose con todas sus fuerzas trató de quebrar su cuello de
golpe, sin embargo, al ceder el algodón a su peso, pudo notar horrorizado que
estando con las rodillas dobladas y las manos pegadas al gaznate herido por la
cuerda, en actitud de sumisión a un dios, su figura asumía la perfecta postura
del dinosaurio que mucho tiempo antes halló en la casa paterna. Entonces el
remordimiento dejó de ser su verdugo para dar paso al miedo a lo desconocido,
el pavor de perderse en sus pensamientos orientados en saber si el animal
existió, es decir, como lo recordaba, o si por el contrario, todo había sido
producto de la confluencia de muchas casualidades a la vez, entre las cuales
estaban el absoluto hermetismo del padre, la indiferencia de la madre, o su imaginación
infantil exacerbada, casi surreal, no podría saberlo, ya que de pronto una ráfaga
de metralla se cernió sobre él y sus ojos sin brillo, sus sesos devanados, alma
corroída por la sensación de agonía, sus garras asesinas y patas de reptil
volador posados sobre la enmohecida madera y roca que compone el suelo de
ejecuciones del presidio, anulando y reduciendo a todo un héroe de la
perversión y cobardía a mera carroña vertiginosamente pulverizada y cocinada a
la pólvora.
Lo
ejecutaron la mañana de hoy, su último deseo fue un vaso con agua helada, no
pidió clemencia, por el contrario, instó a que el sufrimiento que debería dársele
fuera con más esmero que las balas letales, y mientras los soldados empuñaban
sus rifles, muchos vieron que tras esa silueta inofensiva y aparentemente
humana, se escondía y traslucía la primitiva esencia y hasta apariencia del
reptil come niñas que suelen ser algunos en tiempos donde la represión hormonal
los convierte en despiadados artífices criminales de la ejecución y
sometimiento alevoso de una infante.