miércoles, 17 de abril de 2013

SENTENCIA




Para Jaav Pierre, Reptiliano nato

Ya no había segundo en el cual dejara de pensar en lo que experimentaría y seguiría al morir, con tal ahínco que le daba miedo incluso dejar de hacerlo, creyendo en vano que tal evento podría tener una oportunidad con el fracaso, es decir, con su no muerte. Albergando en su mente tal pensamiento que le infundía algo de sosiego y morbosa esperanza, como si viera  a su esperanza de supervivencia esbozar una mueca sonrinolente; pero por lo demás era inconcebible separar de ahora en adelante a la muerte de sus planes más cercanos, no gozaba más de la irresponsabilidad general que tiene la gente con su no muerte, tendría que enfrentarla como en un duelo al que iría sin arma alguna.
Lo trasladarían muy pronto al penal, solo era cuestión de que lunes llegara con su habitual modorra para que el rechoncho y calvo juez dictaminara la sentencia final, mientras tanto sus manos inquietas iban de la banca a sus pómulos, de su cabeza al muro y luego a encontrarse entre ellas y frotarse vehementemente en pos de calor, sosiego o quién sabe qué aparte de hacer dilatar el tiempo hasta desaparecer de su percepción, cosa que sería mejor en su situación, donde cada segundo transcurrido era una puñalada a su equilibrio mental, su mesura, su cordura… era insoportable, sentía estallar una bomba de clavos dentro de su cabeza
La lluvia parecía arreciar violenta allá afuera, pero él no podría verla nunca más, moriría además sin poder embadurnar sus botas con el glorioso barro poblano donde sus ancestros se anclaron hasta su generación. Esto era la fatalidad absoluta, de modo que no era perder la casa, o el trabajo, o la mujer, se trataba de la libertad, y claro, también estaba la vida, pero sin libertad, de qué servía la vida más que para sentarse y podrirse lentamente. Lo más preciado del hombre es su capacidad para desplazarse, hacer y ser lo que él decida, pero en el forzado encierro, justo o no, desaparecía el derecho inherente a la condición humana, todo se tornaba absurdo; ya no tenía sentido ni siquiera soñar, mucho menos hacer planes, o tan solo imaginar, nada tenía el más mínimo propósito o chispa de voluntad, el futuro hecho pedazos, la certidumbre del final aclarada al punto de dañar la conciencia.
Le dirían lo inapelable, su condena, y para entonces, lo único que tenía pensado como escudo ante la desesperación, era mostrarse indiferente, con un gesto de total desapego por cuestiones definitivas como ser sentenciado a ser ejecutado, gesto que incluso podría tornarse soez insulto a quien osase preguntarle sobre su crimen, como si no importara nadita saber que morirá sin más consideraciones que decírselo frente a un jurado y demás gente que nada tiene que saber al respecto. Sin embargo el miedo que parecía invadirlo totalmente desde los pies hasta la coronilla, le hacía temblar, sudar, llorar a mares, transportándolo con la memoria a los brazos delgados de su padre que constantemente se obstinaban contra las cuerdas de una guitarra que jamás lograba arrancar sonidos gratificantes almenos para sus oídos,sus juegos que constituían un légamo misterioso al disfrute de cualquiera, inclusive los suyos, saltar como cabra sobre raíces gigantescas de eucaliptos arrancados del todo para la construcción de carreteras, o arrojarse discos de plásticos aludiendo a viejos juegos mayas; también sus enseñanzas durante sus travesías en el campo, sobre cómo algunos insectos iban dejando algunos hábitos para adaptarse a otros, debido a condiciones incluso menos favorables para ellas a causa de los obstáculos que solía fabricarles él mismo, como ponerles un bidón de ácido al goteo cerca de sus guaridas, obligándoles a bien mudarse o tolerar la sustancia y hacer de ella hasta su alimento; le mostró grillos que nadaban en kerosene o sapos capaces de soportar explosiones de hasta cincuenta cuetecillos en su boca, tan solo recubriéndolos con una delgada capa de silicona líquida. Recordaba también cuando juntos lanzábanse a cazar pichones con perdigones lanzados con propulsores caseros, o su casa de adobe de la época colonial con tejado ocre, donde recuerda halló una curiosa ave de la que a nadie dio mayor razón debido a lo extraordinario de su rareza, esto en parte porque su padre permanecía si bien la mayoría del tiempo atento a sus deberes de padre, asistencia y esas cosas, a veces parecía ensimismarse y se encerraba en su habitación durante largas horas en las que el mutismo absoluto asolaba la atmósfera dotándole un perturbador sonido agudo más allá de lo perceptible, pero dañino, como si con electrodos perforaran la cabeza de oreja a oreja; y también porque  en su niñez el contacto y descubrimiento de seres ajenos a su cotidianeidad le eran tan frecuentes que consideraba que los misterios del mundo eran tan habituales como la llegada del sol cada día, no poseía la delgada telita que cubre la visión normal del mundo tal como real y alternamente los es, asumía todas las posibilidades ilimitadas de realidad comoverdaderas, se las creía todas por así decirlo, consideraba extraordinario la simple apreciación de un tornillo desencajado de su cavidad, le parecía maravilloso poder contemplarlo, metálico, ligeramente torcido, con sus ranuras finas y su aspecto corroído, sumergido en la madera casi hasta la cabeza, como si se tratase de un sujeto tratando de salir de alguna ciénaga, a punto de sacar los brazos y estirar la voz para pedir auxilio.
Con esta, digamos cualidad, en materia de animales, solía hallarlos a todos tan extraños que la fascinación era lo único que su mente y cuerpo experimentaban ante cualquiera que pudiera presentársele, por eso cuando una tarde sombría en la que no pudo echarse a andar entre los densos matorrales para cazar con su resortera cualquier cosa que se moviera entre las ramas, o hurgar con narices y todo bajo las piedras o entre los recovecos más insólitos, se le ocurrió subir al tejado e ingresar al palomar, desde donde parecía surgir desde días antes los chillidos de algo que definitivamente no era una paloma; así, empecinado en saber a toda costa de quién se trataba, alargó su infantil cuerpo y reptó vigoroso hasta chocar con su cráneo contra el límite del palomar, donde la oscuridad era absoluta, precisa para darle utilidad al tacto y la valentía, pues era tan posible hallar al misterioso ser como dar con una peluda y venenosa tarántula que podría hacerle pasar un mal rato de dolor intenso.
Como quien busca sus zapatos en la oscuridad, palpó en diversas partes que su ubicación le permitía, y luego de estrujar plumas, excremento de palomas y uno que otro pichón muerto, se dio con una extraña forma de diamante, de consistencia corrugada y áspera, era la terminación que conducía a través de una especie de manguerilla, más parecida a una pata de ñandú, hacia algo mucho más grande y extraño. Confundido, porque miedo jamás aprendió a sentir, salvo cuando su padre se encerraba y creía que la soledad lo devoraría cuando ese no sonido se iniciaba, haciéndolo humo y perdiéndolo en lo desconocido, decidió ser prudente y retirar la mano y darse para atrás, evento que hubiera aliviado a cualquier padre, mas no era su definitiva decisión, pues una vez liberado del palomar, armóse de picahielos, soguillas y linterna para volver a la misión que le permitiría saber de quién se trataba aquella cola, pues estaba claro que lo era, el rabo de algo que pronto descubrió.
Logró saber sobre el hallazgo, a juzgar por los detalles palpados, que se trataba de un Dimorphodon, extraña especie de dinosaurio volador extinto hace millones de años. La sorpresa era tanta como lo era su fascinación, por consiguiente depositó todos sus esfuerzos en documentarse más acerca del animal para cuando le diera caza, saber qué clase de mascota criaría en adelante. Decidió adoptarlo, no había otra opción, la única forma de hacerle afrenta a la soledad era inventándose hallazgos e inclusive creándolos, y si sucedían en realidad, mejor, Él adoraba a los dinosaurios, es más, sintió en adelante que en el fondo era uno de ellos camuflado en el cuerpo de un niño, esto último le producía sendas exaltaciones del ánimo, sentía que llegaría su momento de salir de su caparazón humano.
Se informó que una tal Mary Anning, allá por el siglo diecinueve había hallado cerca de su casa los fósiles de uno de estos animales, acerca del ejemplar hallado por la inglesa señora, decía el libro, teníaun metro y cuarenta centímetros, databa del periodo jurásico y líneas más abajo uno que otro detalle sobre su fisonomía, como que tenía el pico bastante similar al de un tucán gigante y que con sus garras lograba asirse de las rocas mientras no volaba; imaginó un gigantesco cocodrilo pegado a la pared de su habitación, enjugado en sudor por no lograr trepar a causa de las baldosas sumamente lisas, a donde él dirigía el chorro de su orina desde su camarote, sonrió por la ocurrencia.
El ceño se le contrajoabruptamente al releer la época de cuando existióel primitivo ave; eran tantos que bastaba recapacitar en los que la humanidad llevaba sobre la tierra para sentirse insignificante, y volviendo la mirada hacia el cielo raso, donde seguramente estaría el dinosaurio, comprendió que su hallazgo era tan insólito como los huesos de un tal cristo de dos cabezas o el cráneo perforado de un australopitecos muerto a quemarropa por un gatillo fácil del futuro. Entonces, cerrando el libro, cogió otra vez sus herramientas, constató la ausencia de su padre y emprendió nuevamente la subida al palomar, esta vez a cogerlo y hacerlo su mascota.
Pero como cuando se tiene un exquisito pedazo de mujer jadeando extasiada, a instantes de lograr el estallido y se es brutalmente interrumpido por el inminente despertar, así de grande fue su frustración cuando llegó al lugar y buscó con tal ímpetu al dinosaurio, sin lograr hallarlo incluso cuando consternado decidió deshacer el tejado de esa parte del techo para agotar posibilidades de escondite, no podía creer que a quien trataba de coger no era lo que había creído, sino su padre en persona, desnudo y contorsionado al punto de tener todos los dedos del pie metidos en la boca, excretando a raudales una materia viscosa por los ojos. Está envenenado pensó.  Qué será de mí, pobre huérfano, pensó fatalista.
No tuvo tiempo para saber qué pasó o porqué estuvo allí su padre en lugar del dinosaurio, o si efectivamente el envenenamiento lo mató o qué, lo cierto es que una vez enterada su madre del evento mediante una desesperada llamada del niño, escandalizada y convencida de haber tenido la razón siempre con respecto del gran error que fue ese hombre, no solo para ella, sino ahora para su hijo; rauda acudió en su búsqueda y se lo llevó ipso facto. Que se lo coman las ratas o las palomas o lo que sea, vociferó la implacable mujer mientras tomaba  a su hijo de la solapa de la camisa y lo introducía a su automóvil con rumbo a la ciudad donde ella vivía y de la que aparentemente huyó el padre. ¿Huyó?, se preguntó el niño, cómo no se le había ocurrido antes semejante hipótesis, quizá a causa de la influencia hipnótica del silencio perturbador que emitía su vástago desde su encierro.
Hubo juicio, el padre no hubo muerto, pero tampoco se supo qué le pasó en el palomar; todo el proceso legal lo ganó la madre aduciendo que el padre era el perfecto modelo de fracaso a seguir hacia la decadencia y desbaratamiento de una vida llena de expectativas como la de su hijo, aparte de ser un maniático y loco. Llevándoselo luego al extranjero para hacer de él cualquier cosa, menos algo que tuviera que ver con lo que fue o quiso que fuera su padre. Lo del dinosaurio quedó sepultado con la tierra del olvido selectivo del muchacho, quedándose tan solo con lo bueno que hubiera sido criarlo y volar en él de no ser por la irrupción de su padre; a lo mejor se lo comió, pero ¿un hombre a un dinosaurio?, quién sabe qué misterios ocultaría su padre tras su  silencio filudo.

Sin lugar a dudas la mujer tuvo de qué jactarse frente al mundo pasados los años, había hecho de su hijo un mojigato y títere de la gente tuerca racionalizada hasta la necedad, nunca dejó que nada referente a su padre ejerciera sobre él influencia alguna, se obstinó ilusamente en alejarlo lo más posible de su memoria infantil, llenándolo de frivolidades y superficialidades propias de la incivilización occidental y luego, cuando el muchacho dejó de serlo pasando a ser joven, notó que la barba oscura forestada en el ochenta por ciento de sus mejillas, más el rasgo sombrío en su mirada y su encorvado y lento andar, sugerían que a pesar de todos los esfuerzos maternos, la herencia genética pareció primar. I
Igual de idiota que su padre, sospechaba que pensaba su madre mientras se marchaba de la casa que decidió dejar una vez que ellaconsiguió un empleo para él en el edificio de ensamblaje de computadoras. En adelante la frecuencia de visitas fue dilatándose al punto de no verse en meses, años, finalmente, cuando una mañana le avisaron de una llamada urgente, el muchacho hecho adulto caminó como queriendo evitar dañar el piso con sus insufribles y medrosos pasos, la mirada encajada en los cuadrados que poblaban el piso, en las gradas blancas que conducían al locutorio, en las paredes llenas de cuadros de gerentes y sus familias, de fiestas, de congratulaciones, de festejos, hasta en las espaldas fantásticamente blancas de sus colegas, también en el vacío que parecía gobernar en cada espacio de las oficinas de la empresa, hasta que al llegar supo que algo tenía que ver con su madre, y nada más coger el auricular deshizo sus dudas y concretó sus sospechas.
Lo sentimos y le ofrecemos nuestras más sinceras condolencias. Lo sé y gracias. Fue todo cuanto se conversó, colgó precipitado y contrario a la mirada de quien pudiera estar  observándolo, enderezó la espalda, resopló y escupió ufano sobre un gran cuadro del gerente general una plasta casi sanguinolenta de esputo que resbaló urgido a lo largo de todo el cristal que recubría la fotografía donde un rechoncho hombre posaba luciendo la medalla al mérito otorgada por el presidente de la nación años antes.
Fue cuando realmente retomó su vida, como si despertase de un prolongado aletargamiento que se extendió desde el rapto, porque así lo consideró él a partir del primer año de convivencia con su madre, ante la indiferencia gélida y falta absoluta de interés en nada más que el sonido de sus peticiones básicas: hasta ahora cuando quitándose la chaqueta visualizaba evocando la figura de su padre, de su casa en medio de la nada, de sus veladas de lenta e hipnotizante tertulia a la luz de una vela negra, del humo de su pipa, de sus desmesurados pies sumergidos en bateas, dejándose cortar, o mejor, comer las uñas en pura complacencia por ciertos pececitos orientales, ya que ni uñas tenía, solo carne pelada en la punta de los dedos y unos extraños callos que sobresalían como huesos curvos, o mejor, como garras de gavilán.
No tuvo que decirle a nadie, total, tampoco les interesaba a juzgar por la manera como sostenían sus conversaciones, todos con miradas evasivas, haciendo cualquier cosa mientras alguien les hablaba, menos conversar como realmente se hace, mirándose de frente y con interés. De modo que dejando su guardapolvo sobre el escritorio, marcó un número, pronunció un sí casi inaudible, como para evitar despertar a toda esa bola de robots adormilados, y colgando con la misma delicadeza, oteó en su derredor buscando un posible espectador, mas nada, solo cabezas negras estupefactas, todo perfecto para proceder con su decisión.

La autopista se hallaba desolada, con ciertas alimañas cruzando suicidas de lado a lado, su mirada recaída sobre la línea en el horizonte del asfalto, donde parecía que el fuego fatuo emergía insólito del barro mecánico con que se hacen las carreteras, recordó alguna improbable borrachera que tuvo con anisado, en la que miraba todo como a través de ese fuego fatuo, pensó seguir deslizándose en esos recuerdos cuando a los lejos un camión petrolero se avecinaba a toda velocidad, estiró la mano e hizo autostop, el conductor se detuvo, le requirió unos centavos a cambio del servicio, éste aceptó y con su valija llena de algunos papeles y una que otra prenda depositó su cuerpo en el roído asiento del copiloto. Charlaron de temas triviales y sin norte ni pulpa, se hizo la noche, a la mañana siguiente, cuando el claxon estridente de otro vehículo le hizo despertar, comprobó que arribaban a su destino.
Bajó del camión dando un grato apretón de manos despidiéndose del conductor, y al pisar el suelo se dio cuenta sin creerlo que sus ropas le colgaban como las carnes a un leproso, y su sombra se proyectaba pequeña, como la de un niño, ¡un niño! y al moverse y enhebrar los pasos comprobó que los zapatos se le caían de grandes, entonces sí se le ocurrió que algo sumamente extraño le había sucedido, como con el dinosaurio y su padre, ahora era él, otra vez niño.
Despojóse pues de sus prendas, y desnudo, con la maleta inmensa tirando de él, corrió raudo a la casa paterna; corrió es un decir, ya que a cada paso que daba se detenía a descansarpensando con más pesadez en su padre, a ese paso llegó cuando la noche cubrió con su antifaz el rostro de la tierra. La casa lucía igual, solo que con más arrugas y canas, los aleros exponían su esqueleto y las ventanas y puertas despojadas de color, exhibían grueso polvo y entrañas mobiliarias en total abandono. Detenido frente a ella, el otra vez niño dudó por un instante en hacer algo más, pensó volver a la carretera y enrumbarse a cualquier otro sitio, pero recapacitando en su actual mutación, le sería imposible valerse por sí solo, de modo que lo único era entrar. Mas cuando se dispuso, oyó que alguien lo llamaba de alguna parte a gritos, como tratando de evitar que haga lo que se disponía, volvió la mirada y halló a una niña de unos diez años, vestida de falda corta y blusa azul, haciéndole con la mano señales para detenerse, para esperara que le diga algo; el niño hombre se detuvo extrañado, esperando con la maleta junto a sus pies, hasta que en un par de minutos que duraron siglos, respiró abundante aliento de su interlocutora, quien no paró de pronunciar palabras metralla que versaban acerca de lo peligroso que sería para él entrar a esa casa abandonada hace tanto, y qué es lo que hacía un niño solo por esos lares, encima desnudo y cargando semejante maleta y mil cosas más que el niño hombre desistió en su afán de comprenderla y se dedicó exclusivamente a contemplarla embriagado por la fascinante belleza que la niña con su larga cabellera y sus mejillas rosadas irradiaba, mientras su melodiosa voz corroboraba semejante hermosura.

Los contundentes golpes de un cuerpo contra la reja y el concreto, seguramentede algún reo resistiéndose al inminente vejamen del cual estaría siendo víctima, lo sacó de sus recuerdos, detestó despertar en medio de la madrugada, por lo que se sentó impávido, lelo, percatándose gradualmente de su ubicación, sombras, luces pálidas, rechinar de metal, vagos rumores a lo lejos de voces, lamentos, risotadas, agonías. Y no, no soñaba, seguía dentro de esa horrible cárcel, a horas de saber su destino final de labios del juez. Resignado a estas alturas de la noche, pensando en que algo habrá de seguirle a la muerte, no cree que solo se apaguen las luces de la consciencia y ya, quizá haya algo más luego, quizá, mientras tanto, ante la imposibilidad de volver a conciliar el sueño, cruza por su mente a través de rápidas imágenes disparadas por su morbosa memoria, la niña de cabellera rizada y pómulos rosados, retorciéndose entre sus manos, dibujando horrendas muecas de dolor cada que sus labios y basilisca lengua calcinaban su infantil piel, y deseó no haber nacido, ansió la condición de una araña que justamente devoraba a una mosca envolviéndola en seda letal y chupándole la vida, sin embargo, incluso el insecto le recordaba a él mismo, es más, era la fiel representación de su acto, era insoportable ver incluso sin proponérselo, la recreación de su delito por todas partes. El remordimiento avasallaba su cordura, sus nervios, sumiéndole en segundos en oscuros pantanos de irreconciliable pesar, desde donde solo avizoraba el justo castigo que sería su muerte una vez dictada la sentencia.
No supo cómo retomar y asimilar las acciones recientes de su yo siendo niño otra vez, una vez dentro de la casa, y con la niña tomada de los cabellos, siendo arrastrada mientras con los pies no escatimaba en propinar sendas patadas a cualquier parte del cuerpo que inútilmente trataba de desasirse de sus compresas manos, curiosamente nada infantil quedaba en esos pies, ni en esa fuerza, ni en ese goce absoluto por sentirse poderoso, dueño de sus placeres y acciones, incluso cuando él mismo era quien actuaba bajo influencia de algo mayor, quizá un demonio, quizá un trauma, una vocación descubierta, puesta en evidencia, o simplemente un ser que despertaba regurgitado a la consumación de una vida.
Una vez atravesada la vetusta puerta de rechinantes y oxidados goznes con rumbo hacia el núcleo de la casa, pensó hallar a su padre, pero en lugar de ello, halló su verdadero yo pedófilo, desviado y enfermo sexual, el cual, sin miramientos de ningún tipo, le obligó a doblar la rodillas y postrarse a sacrificar en aras del crimen y la lujuria descontrolada, la inocencia y vulnerabilidad de una niña incapacitada de hacer otra cosa que chillar garganta en mano dejando su integridad sucumbir al estupro.
Cuando la prematura mañana asomó su cabellera por alguna rendija del claustro, imaginó una nave espacial destinada a cazarlo disparando misiles radioactivos en todo su cuerpo, sobre todo en sus genitales, pero no, otro día de brutal espera a la luz de sus torturas mentales. Aquel día no pudo mirar a la cara de ninguno que le dirigía la palabra, solo sus lágrimas enfrentaban el escrutinio con que las voces y siluetas se le dirigían, solamente su llanto pudo ser sincero con su caída sin estrépito sobre el piso sanguinolento y humedecido a punta de extrema angustia y desesperación; alguien susurraba: mátate basura humana, alguien que quizá fuese él mismo escondido tras su estructura ósea. Y así, pasadas las horas, las caras, las comidas y horarios, determinó que no había motivo alguno que impida su autoejecución en pro la redención de un alma atormentada por la realización de sus más oscuros deseos, un alma que quizá jamás supo a la siniestra familia que pertenecía, pero que sí deseó nunca haberlo hecho. Cogió sus pasadores, hizo una gran cuerda con ella, la ató a la viga de donde se distribuían los barrotes, e impulsándose con todas sus fuerzas trató de quebrar su cuello de golpe, sin embargo, al ceder el algodón a su peso, pudo notar horrorizado que estando con las rodillas dobladas y las manos pegadas al gaznate herido por la cuerda, en actitud de sumisión a un dios, su figura asumía la perfecta postura del dinosaurio que mucho tiempo antes halló en la casa paterna. Entonces el remordimiento dejó de ser su verdugo para dar paso al miedo a lo desconocido, el pavor de perderse en sus pensamientos orientados en saber si el animal existió, es decir, como lo recordaba, o si por el contrario, todo había sido producto de la confluencia de muchas casualidades a la vez, entre las cuales estaban el absoluto hermetismo del padre, la indiferencia de la madre, o su imaginación infantil exacerbada, casi surreal, no podría saberlo, ya que de pronto una ráfaga de metralla se cernió sobre él y sus ojos sin brillo, sus sesos devanados, alma corroída por la sensación de agonía, sus garras asesinas y patas de reptil volador posados sobre la enmohecida madera y roca que compone el suelo de ejecuciones del presidio, anulando y reduciendo a todo un héroe de la perversión y cobardía a mera carroña vertiginosamente pulverizada y cocinada a la pólvora.
Lo ejecutaron la mañana de hoy, su último deseo fue un vaso con agua helada, no pidió clemencia, por el contrario, instó a que el sufrimiento que debería dársele fuera con más esmero que las balas letales, y mientras los soldados empuñaban sus rifles, muchos vieron que tras esa silueta inofensiva y aparentemente humana, se escondía y traslucía la primitiva esencia y hasta apariencia del reptil come niñas que suelen ser algunos en tiempos donde la represión hormonal los convierte en despiadados artífices criminales de la ejecución y sometimiento alevoso de una infante.

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