martes, 24 de enero de 2012

¿El Pintor o su madre se han suicidado?


Sentada en apariencia plácida, tejiendo impetuosa, cruzando uno a uno los palitos lo mismo que ideas sobre eventos pecuniarios connotados puramente doméstico -intrascendentes – como tejer; de rato en rato, lo chequea caleta.

Él pintaba, o mejor dicho dibujaba, pues era claro que otro incluye al uno. Como sea, subido en la banqueta, estirando los brazos como tratando de trepar, haciéndole con el lápiz los detalles de perforaciones en el rostro a otra de sus criaturas.

Meditando en torno a su complexión, sin dejar de tejer, absorta, ¿cuánto había crecido su bebé, realmente el tiempo íbase volando o qué? Pero bueno, otro gorro para protegerte del frío del olvido, no importa cuánto tarde, sabrá llegarte ya sabes, porque te extraño.

Pero la contemplación en apariencia, perfecta y eviterna, tiene que verse interrumpida debido a las gruesas tobilleras color ladrillo, quienes avergonzadas, se entumecían vencidas, y ella para paliar el frío, icsofacto: ¡A resoplar furiosa! Deja de tejer, a un lado el tejido, y abajo los brazos, a persuadir, o al menos intentarlo, a que suelten sus quijadas de sí mismas y compartan su capacidad de fomentar calor, de diseminarlo. Se habla de las tobilleras tumefactas, mas ya están muertas, congeladas. Los tobillos del hijo en cambio, bien parados y sin rasgos de padecer frío, a medio metro. No obstante, jamás se esperaría que en instantes, tal vez unos cuatro pares de segundos, nada sería como tuvo que ser, y es que no pudo ser de otra forma, era inconcebible que un par de tobillos sobre una banqueta dejen de serlos para dar rienda a carne y huesos técnicamente descompuestos e inestables, gelatinosos, evanescentes, victimizados.

Enseguida dejó de mover el pincel, es más, dejó caer el pincel, y también el brazo, y hasta su cuerpo entero, de espaldas, totalmente incapacitado de alguna otra cosa, a un lado de la madre, quien en su manía arácnida de tejer, está ahí abajo, contemplándolo todo en estado de catarsis. Esto no tendría ni la más mínima importancia a no ser por las gigantescas patas peludas chapaleando impasibles sobre el charco de su sangre, de la horrible abominación que convencido cree es, o fue, o nunca será, su madre.

Felizmente para él, la perforación es absolutamente precisa, con la quimera total de sobrevivencia. Y la alucinación o vil memoria fiel a lo vivido en torno a la imagen viva de su madre, desvaneciéndose entre la niebla de pólvora; sumada a ella, pedazos de cerebro impregnándose en los muros aledaños; vehementes, implacables, como queriendo firmar su impacto o su letal e inusitada exuberancia.

Una y otra vez la misma imagen cada que tejía, cada que enhebraba hilos, o cruzaba lanas de todo tipo, por eso le obsesionaba hacerlo como Helena, terminando y de inmediato deshaciéndolo todo, para volver a empezar. Solo por ver a su amado hijo a través de fotogramas mentales -unas veces nítidas, reales, y otras tan borrosas que eran irreconocibles-, de quien solo conservaba sus dibujos y una que otra porción de seso cubierta con plástico adhesivo transparente sobre la pared o alguna cartulina garabateada insolentemente por el ausente. De lejos, curiosa la representación de esta familia: La madre acariciando con sus dedos siniestramente arácnidos, totalmente envilecida de emociones nostálgicas y hasta canibalescas, los restos de su vástago autoeliminado.

El recuerdo de su padre diciéndole toda una vida que eran de su madre, que aunque se le hiciera dudoso, la verdad radicaba en su sabor, pues para el padre el sabor lo evidenciaba, -nadie fue tan deliciosa como tu madre, solía decirle; además claro de su versión de testigo ocular del hecho antes de la extinción, donde refería que justo luego de subir a alimentar a las palomas en el ático, tuvo el infortunio de presenciar al descender, el suicidio de su mujer a balazo limpio. Y que luego, algunos restos no fueron removidos de las paredes con el propósito de heredar la memoria de la madre a su hijo, o sea al Pintor, quien por entonces ni gateaba.

Inmisericorde, todo el evento sucedió tan rápido que los años siguientes ni siquiera lo notó ninguno. Quizá ya estaba ella fuera de combate antes de lo de su hijo, es decir, antes de tener uno, o tal vez él nunca sabría si aquélla desapareció de esa forma o se fue simplemente o el padre se la comió masticándola gustoso; todo era cuestión de saber quién fue primero, en el caso de dos muertes consecutivas, o solo saber quién fue en realidad la única víctima de sí mismo, pues al fin y al cabo, solo una bala fue disparada. ¡Solo una! Pero si hubieron dos muertes, entonces solo podría ser posible con una que conllevó a la otra; muerta la madre, el hijo de taquito, cráneos contiguos, tácticas de guerra para el ahorro de munición.

Sin embargo, y para decepción del arma homicida, pues sin conocer bien a la víctima queda su hazaña reducida a la de una vil e inmunda bala perdida únicamente. Nadie supo al final de la cabeza de quién, salieron los sesos disparados, nadie, salvo el único cabello que todavía adherido, podría dotar de la información genética pertinente. Por ahora los dibujos animan la escena del autocrimen, pero al rato decolorarán y caerán, enseguida serán basura, después nada, vacío absoluto; y la vida continuará, con sus implicancias, unos viniendo, otros yéndose, y así colorín coloreado, el pintor y/o su madre se han suicidado.

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