Y ahí estaba, sentado sobre las frías losetas; frente al imponente y gigante Technics, que hacía vientos con sus potentes bajos, haciendo temblar al mueble que lo sostenía.
Entonces vi como una lágrima caía dentro de mi vaso que ansioso esperaba ser llenado una vez más, no fue la única, cayó otra y otra; y un llanto incontrolable se apoderó de mí. La melodía de la vieja canción del Rebelde de Nashville martillaba aún más mis emociones. Lloraba como un niño.
Una mujer joven, de unos 22 años, iniciaba sus estudios en un conocido instituto de una triste y fría ciudad situada entre gigantescos cerros. Era muy tímida, se avergonzaba hasta de su sombra; por primera vez estaba sola, lejos de los brazos de sus padres; sentía que todos conspiraban contra ella, que era un adefesio, que cualquier rasgo suyo llamaba la atención e incitaba a la burla del resto. Permanecía encerrada en su alquilada habitación, siempre sentada junto a la ventana, contemplando el ir y venir de las gentes, muy cerca de la Estación del tren, allí, sola, en silencio, acompañada tan sólo de sus recuerdos y conviviendo con ellos.
En cierta ocasión, la invitaron a salir; serían dos parejas paseando por los suburbios de la ciudad. Un hombre corto de tamaño, tosco de expresión y trato, se puso junto a ella, la abordó en una con una pregunta directa: - ¿Te agrada el paseo?, ¿quieres irte? - , ella perpleja después de la pregunta con sabor a orden sólo atinó a decir: - No…, digo, no se preocupe por mí, diviértase usted -, él rió, se detuvo e hizo la última pregunta amable: - Entonces, ¿Nos vamos? -, ella le miró extrañada, y maquinalmente respondió: - Ehhhhh, bueno, la verdad… - . Él paró un taxi y para cuando ella era conciente de todo, se encontraba junto a él, sobre un viejo asiento trasero de un Ford de los cincuentas, oyendo una de esas deprimentes y fofas canciones de la “nueva ola”; antes de que el auto se detuviera, tuvo que responder a una más de las incisivas preguntas que él le hizo; ahora se dirigían a cenar en un conocido restaurante. La noche había caído.
Fue aquel día el inicio del infierno en vida para ella, se convirtió en la novia de aquel hombre que cada vez se mostraba más hostil. Ella desconocía este terreno; vio a lo largo de su vida como su padre sumergido en demencias de alcohol, arremetía con golpes a su madre, y como esta situación se convirtió en pan de cada día, lo asimiló como una cuestión normal.
-¿Me sirves los alimentos por favor?-, - ¿los alimentos? -, -Sí, resulta que son la 1 de la tarde y supongo que acá también se come a esta hora ¿no? -, - Uhmm, verás estoy pensionada en una tía que vive por el centro -, - ¿Cómo?, ¿a tu edad y sin poder cocinarse?, esto es increíble, ya bueno, en todo caso ve a la tienda y compra lo necesario para que prepares algo ahora mismo -, - está bien, iré a comprar, pero aún así no sé cocinar -; el rostro del hombre cambió, ahora bufaba como un búfalo amenazado, ella vio en sus ojos una gran furia que luego recibió traducida en una gran bofetada que le hizo escupir sangre. - ¡Mierda!, ¿acaso eres una inútil? -, gritó el hombre y cogiendo su saco jean salió tirando la puerta. Ella llorando y presionando sus ardientes mofletes con las palmas de sus manos, luchaba contra las nuevas emociones que experimentaba. Se limpió y secó el rostro, se puso de pie decidida a enfrentar esta nueva etapa de “novia”, y mirándose al espejo, tomó aire y respiró profundamente, para decirse: - ésta es la vida normal, y yo soy parte de ella; mi madre lo logró, entonces también soy capaz-.
Veinte años transcurrieron en estas condiciones, violencia física y psicológica reinaba en esta relación; hacía ya un buen tiempo que ambos correspondían a sus ataques, que eran desastrosos y profundamente hirientes. Hasta que una tarde de verano, estando pasándola en las piscinas termales, recostados en sus perezosas. Él decidió darse un buen chapuzón, ella no, se quedó viéndolo caminar, y dejando de hacer lo que hacía, lo siguió con la mirada; él se quitó el polo y estiró el cuerpo, y cuando se iba a tirar, ella lo miraba fijamente y sonrió con malicia, él se lanzó, cayó mal, golpeando su cabeza con la esquina de una grada tiñó con su sangre la vaporosas aguas, ahí quedó. Ella no hizo nada, sorbió su jugo con calma hasta la última gota, se incorporó, cogió sus cosas; la gente se abarrotaba alrededor de la piscina, ella, descalza, salió y así caminó hasta su cuarto, se mudó de ropa y se acostó. Todo había terminado.
Sin embargo, la vida continuó, ella dio a luz a un lánguido niño, que creció únicamente amado por ella. El niño creció en ambientes no muy “limpios y bonitos”; la peste de las adicciones le rodeaban, la miseria aleteaba en su hogar como una horripilante polilla negra, haciéndole muchas veces sentir innecesaria su existencia. Veía a su madre sufrir y hasta creyó pagar por una culpa que nunca supo, y quizá tampoco ella. Sus lágrimas mojaron muchas noches el rostro de ambos, mientras él se encontraba recostado en su regazo: mirando a la nada, tratando de sumergir su tristeza en el vacío, y con la caída de cada una, se sentía mucho más martirizado pensando: - ¿Soy realmente merecedor de lo que vivo? -.
Y el tiempo transcurría sin contemplaciones, la piel al igual que las hojas se iba secando y arrugando, las canas emergían, sin temor ya de ser arrancadas, por ser muchas. Y el viento silbaba como si algún viejo sabio, sentado sobre un peñasco, allá muy lejos, en el nevado, sobre las cumbres cada vez menos blancas, cantara, con una melancolía sepulcral como si el mundo agonizara. Y el viento aún movía polvo y basura consigo, aún era él; y ellos continuaban pagando su incierto delito con su sufrimiento.
Recobré la conciencia, estaba tendido sobre el sofá plomo cubierto con tibias colchas. Mi rostro aún empapado y mis cabellos resecos. Me estiré, levanté y caminé; el vaso estaba quebrado y mis lágrimas mezcladas con mi vómito, ahí, bajo mis pies.
Kevin.
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