lunes, 10 de marzo de 2014

KAPOORIANOS


Jesús, amigo mío, calvo como un puño, desafiante en la mirada pero no tanto en el andar, lento y encorvado. Doy con él de vuelta a casa, luce un tanto demacrado, más de lo usual; me dice qué tal, sígueme. Vamos a su casa, el interior de un portón inmenso, donde entre zarzas y malezas crecidas más que los árboles mismos que en alguna parte de seguro están, habita él junto a los siete integrantes de su familia. Mira, le oigo decirme, allá, cerca al muro de la clínica. Observo con detenimiento pero solo alcanzo a ver las malezas trepadoras repletas de flores púrpuras. Mira bien, si quieres vamos, me dice entonces. 

La gente muy pocas veces suele cambiar tanto como lo hizo Jesús durante todos estos años; antes no había este modo de vivir, es decir, las zarzas, el corralón, los siete integrantes, entre los cuales había la novia, la abuela, la madre, la hermana, los sobrinos y un hijo. Antes era él en su buhardilla del jirón Cuzco por el centro de la ciudad, donde tantas veces tuvimos verdaderas polémicas sobre literatura y arte revolucionario. Después esto, su vida gris y resignada, por el hijo, y por el resto de chantajistas emocionales. Pero todavía no sabía que había que ver o quería que viera mi viejo amigo. Caminamos con tanta dificultad que en cierto momento del trayecto le dije, no voy más, mejor vuelvo por la mañana, fíjate que ya casi oscurece. Camina, fue todo lo que oí de él desde alguna parte. Y luego sonidos escurridizos como de venados ocultándose, o puercos revolcándose, o aves atrapadas, heridas de muerte, desesperadas y agonizantes.. Apresuré el paso. Jesús, dónde estás. Camina solamente, camina el línea recta, le oí decir.

Al llegar al sitio que señaló con anterioridad, pude constatar que en realidad su vida no estaba tan hacinada a alguna cabaña perdida en ese bosque de malezas; había una casa de dos pisos, vieja como los cabellos blancos de su abuela, que nos esperaba con las manos balanceando juntas y delante de ella, la cabeza ladeada un poco y sonriendo de manera que uno pensaría que nuestro arribo era cuanto esperaba desde hace mucho, pues se abalanzó sobre mi amigo y sin soltarse de su cuello dejó que éste la tomara por las rodillas y la levante en brazos como si fuera una niña. Pude ver entonces cuán pequeña era la anciana, unos cincuenta o sesenta centímetros a lo sumo, y arrugada como una pasa. Sígueme, dijo Jesús, e ingresamos a la casa por una gigantesca puerta de casi tres metros. 

Adentro estaba el resto de la familia, reunidos en una esquina seca, pues el resto parecía haber sido regado a cántaros momentos antes. Estaban cogidos de la mano y sus cabezas llenas de polvo y sus ojos de barro, un barro negro que en segundos comprobé, hedía a putrefacción de modo insoportable. Entonces me inquieté y le dije que bueno, si necesitaba ayuda, podría ir al banco y sacar un poco de dinero y prestárselo, no tenía que vivir así. No, dijo él, espera, solo mira. Mira qué, atiné a decir, pero antes de poder oír respuesta alguna, vi cómo mi amigo, despojándose de sus prendas y siendo imitado por el resto de su familia, abrieron otra puerta que daba a una especie de patio interior. Fue cuando por fin vi eso.

Montículos diversos de estiércol y lodo seco y también húmedo de quién sabe qué organismos, apilados de manera sistemática por todas partes, una suerte de efigies y esculturas que me recordaron al gran Kapoor. Pero mi desconcierto y fascinación no me permitió percatarme de verlos a todos ellos precipitarse sobre una especie de puertas pequeñitas que habían en la base de cada escultura o montículo. Introducirse y cerrar por dentro, sin decir nada, riendo tal vez, si es que no me falla la percepción. Y es que a la última que vi precisamente fue a la abuela, desnuda y exhibiendo su cuerpo grotesco de tantos años que daría miedo saberlo, la vi gateando y luego reptando hacia un pequeño montoncito de que había para ella, en una de las esquinas; volvió la mirada, me vio con esa especie de alegría que mencioné y luego en un segundo palideció y alcancé a oír que sollozaba. No vencieron, estamos perdidos, condenados, fue cuanto oí. Espere, traté de decir, oiga y Jesús, dije un poco más fuerte, sin respuesta. LLegó al lugar, escarbó con las manos un poco y colocó primero la cabeza y poco a poco, como una lombriz de tierra, desapareció sin que pueda vencer yo a la parálisis que me invadía en todo el cuerpo.

Me quedé solo, la noche había caído violentamente, la oscuridad era total. Logré mover un dedo, solo uno, la rigidez copaba el íntegro de mi cuerpo, respiré como si de no hacerlo ya, me fuera a asfixiar. Logré aspirar y exhalar un poquito de aire hediondo, fue cuando regurgité, de pie, si poder inclinarme un poco siquiera; y la baba, el vómito y el resto al no poder salir de modo correcto, terminaron por ahogarme. Eso creo, aunque después, o quizá fue la víspera del encuentro con mi amigo, soñé que mis brazos y piernas se extendían como mangueras apiladas en montículos gigantescos, mientras al pie habían extraños seres que desnudos se abrían paso hacia mí, y yo sentía un intenso placer, conmovido hasta el éxtasis, fue cuando desperté. Y ahora esto. sin la certeza de estar ahogado, muerto o solo paralizado, atrapado en al oscuridad de este extraño lugar, sin mi amigo ni su familia, esperando que alguien encienda la luz o me despierte en el caso de ser este otro sueño.

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