martes, 12 de julio de 2011

CABEZAS CLAVAS

No se le notaba cuando nos hablaba, siempre parecía tener un discurso preparado, sin errores de dicción ni inmutaciones en el proceso, siempre con la mirada fija sobre la frente de sus interlocutores, erguido y rígido, pronunciando cada palabra con tal claridad, que hubiera sido estúpido que alguien se atreviera a decirle, perdón, no te entendí…aunque claro, siempre era así, nunca entendíamos o considerábamos sus opiniones respecto a temas tan triviales como por ejemplo las actividades cotidianas durante los días que no se laboraba, como importantes, no es que fueran irrelevantes, nada de eso, solo que…eran raras.

Decía, cuando todavía nos dirigía la palabra, y riéndose a mandíbula batiente, que un viernes o sábado cualquiera se la pasaba él en su casa, entre los ocho muros que componían el claustro, ¡ocho muros! empecinado con el retrete y su contenido postcena, absorto y fascinado con el sonido que producían sus manos, mientras estrujaba y sometía a sus desechos intestinales a un fantástico proceso de reformación, según decía, y del que al final obtenía curiosas esculturas surrealistas que adornaban los ambientes visibles de su hogar, al cual siempre éramos bienvenidos. Lógicamente nadie aceptó dicha invitación, pues a la semana supimos que algo andaba mal con el tipo en mención, no en lo físico, pues era de lo más normal, salvo claro, por el mechón blancuzco que nacía exactamente de la base su cuello y se prolongaba hasta casi por debajo de las costillas. Era su temperamento, cómo decirlo, impredecible, taciturno, brillante, sombrío, hostil, tierno, insidioso, tantos calificativos que no harían sino desdibujar lo que realmente era, y bueno, yo fui una de las que se arriesgó, y tengo que utilizar el término, a tratar de apreciarlo.

Cuando notó mis intenciones más que obvias con él, primero sonrió vagamente, mientras pasaba de una mano a la otra una bolita de papel que de tanto ser manoseada tenía el aspecto de ser un pequeña piedra, y que supe después, cuando la arrojó por la ventana, que efectivamente lo era, una piedra que no sé por qué rayos creí que era un papel, y un monstruo que no sé por qué confundí con un hombre para amar, besar, estar con él. Pues luego una gran risotada seguida de un murmullo a regañadientes del que pude percibir, qué podría hacer contigo putita de mierda…

Claro que no volví a dirigirle la palabra, ni yo, ni el resto de compañeros que laborábamos en los anaqueles del Poder judicial, porque si de algo he de lucirme es de mi capacidad de envenenar a la gente en contra de algo o alguien, y a mí nadie me hacía tal desaire y se quedaba muy tranquilo, y claro que lo conseguí, pero a él bien gracias, le importó un pito que así fuera, parecía sentirse mejor, pues en adelante nunca tuvo que sostener una conversación con nadie, al menos eso creía yo, ni para pasar el rato, solo leía y releía los expedientes, como si se tratase de un gran abogado investigando un gran caso.

Y al silencio le sucedió la invisibilidad, de tanto no hablarle, comenzamos a casi no verlo, aún estando frente a nuestras narices, bueno, al menos frente a la mía, era como si no estuviera, y él, claro, bien gracias, feliz de que así fuera. Escurriéndose por los corredores, o bajo los muebles, como una sucia cucaracha a la que no me faltaban ganas de aplastarla con el taco, sin embargo, si bien mi afrenta se basaba en la indiferencia total, de todas formas no podía evitar de cuando en cuando contemplar su ampulosa espalda o su frondoso cabello, que por lo demás era sumamente maravilloso, ni qué decir de sus atléticas piernas y trasero, las cuales bajo el ceñido jean que solía usar eran la delicia visual de féminas que eventualmente ingresaban a nuestro sótano, y más que nada, eran mi delicia, mi perversión, pero cuando volvía a ver su rostro, retornaban a mí, todos los demonios del despecho y continuaba en la afrenta.

Luego pasaban semanas sin que lo viera. Llegaba antes que todos y salía una vez que el vigilante le obligaba hacerlo.
Ya casi al mes, me extrañó que una mañana se acercara todo empolvado y lleno de telas de araña a mi escritorio y me dijera, quiero que veas esto, a lo que me negué rotundamente, pues el tipo hedía a rancio, como si hubiese salido de un frasco de aceite podrido, respuesta que produjo en él un acceso violento, dando un manotazo que casi quiebra el vidrio de mi escritorio. Y antes de que pudiera ponerlo en su lugar con el vigilante, desapareció entre los complicados circuitos de documentos, dejando la huella de su manaza frente a mí.

Los siguientes días traté de limpiar la huella, sin conseguirlo, parecía haber sido hecha con aerosol, según dijo Pepe, el de limpieza, y bueno, no era molesto para trabajar, pero cada que reparaba en la mano, comencé a sentir un malestar, como si me recordara algo desagradable, como una araña por ejemplo.

Y después se agravó… desarrollé una tremenda fobia y repulsión hacia su persona, al punto de no querer saber ni oír de él… y él bien gracias, feliz de la vida, hasta ascendiendo en el cargo, llegó a jefe de sección, y ocupó la que supuse sería algún día mi oficina…Entonces sí lo odié, por todo el halo de misterio en torno a su persona, por toda la fascinación que inspiraba en los grandes jefes, quienes lo consideraban alguien brillante entre el resto que éramos nosotros, y sobre todo por el excesivo desapego hacia mí. Me hizo sentir incluso que la cucaracha era yo y no él, que contrario a mis expectativas e ideas, trabajaba él, ávidamente en relacionarse con gente de peso, con realizar trabajos de suma urgencia, mientras yo lo creía oculto del mundo, de nosotros, llorando su desdicha en el silencio del aislamiento y el rechazo. Pero nada de eso era real, solo mis ideas, y me equivoqué, pues cuando lo ascendieron, la sorpresa fue solo mía, de nadie más, incluso de quienes creí mantenían la misma repulsión por él, de cuando conversábamos y no entendíamos ni jota delo que decía y lo creíamos raro, inclusive ellos le aplaudieron, le saludaron gozosos, hipócritas pensé, viles y perversos gusanos parásitos que esperaban supongo favoritismos del nuevo jefe.

Y a todo esto la situación empeoró para mí, enfermé, pedí permiso por espacio de casi tres meses, en los que tuve oportunidad de reponer mis fuerzas y energías, y luego volví… y ya no lo encontré, pues lo habían ascendido a jefe máximo y ahora tenía su oficina en la capital, de modo que dije, qué tanto, al menos así su presencia no será otra vez mi calvario, pero cuán equivocada estaba…

Por golpes del destino, o desatinos míos, fui asignada a la sección de archivos perdidos, y al igual que dichos documentos, a los que llegaban a trabajar en tal sección, se les consideraba eso, casos perdidos, o sea, existíamos, pero al margen, como si de lombrices de tierra nos tratásemos, y pues ni modo, las pocas personas que integrábamos el equipo, qué digo equipo, la cripta, porque de eso se trataba, éramos como la grasa en la sartén oxidada que ya nadie utiliza en un gran restaurant.

Decidí sobrellevar mi suerte con buena cara, porque al fin y al cabo, trabajo tenía, y nunca faltaría pan en mi mesa mientras así fuera, pero cada mañana, al descender los cuatro pisos desde la superficie, con rumbo a los viejos anaqueles de mi nueva sección, sentí que era a mi tumba a donde descendía, que la vida para mí se había terminado, y que no había otra que descender voluntariamente hacia las profundidades de mi última morada, y cuando salía, sentía que el mundo allá arriba me era ya ajeno, que los que transitaban allá afuera no eran de mi especie, que yo era una subespecie que caída la noche emergía de mi madriguera para sentirme humana, pero tal sentimiento fue cambiando, cambiando, al punto de que cierto día determiné prudente no salir esa noche, ni la otra, ni nunca, que mi verdadero hábitat era ahí dentro, entre los papeles roídos por las polillas y el húmedo polvo que formaba musgo en los ángulos de las paredes y que sospechaba pendían ya de mis axilas y fosas nasales. Y fue fácil quedarse, incluso vivir ahí dentro, a nadie le importaba, era otro el pequeño mundo en el que decidí vivir, un mundo al que los vigilantes no se atrevían a entrar, por miedo, por ego, etc. y que la entidad misma que era el Poder Judicial consideraba inexistente, se nos asignaba un monto general para todo el personal, un monto de por sí insignificante, pero suficiente para nuestras pocas necesidades de gusanos…

Entonces descubrí que no había un nosotros, que siempre estuvo ausente tal pronombre, solo era yo, única y exclusivamente yo, y que en toda la supuesta sección a la que me asignaron no había otra que yo.
Pensé entonces en él, y creí que solo él sabría responder a la duda que asaltaba mi mente, ¿qué demonios había pasado conmigo?

Nunca pude dar con el gran señor que ahora era, pero recordé algo, la huella, y traté de ubicarla, registré cada escritorio de la institución, sin dar con el imborrable símbolo de su despecho. Ya decepcionada y resignada a continuar con mi lapidícola vida, descendí una vez más a mi sección, donde yo era la única jefa y empleada, y sentándome perezosamente en mi destartalado sillón, apoyé mi mentón en ambas manos, las cuales hicieron lo mismo sobre los codos, y éstos sobre el vidrio del escritorio, y entonces vi un asomo de la huella, bajo un sticker de la institución, ahí estaba, tal y como al dejó su autor. La contemplé, y recordé que en aquél entonces hubo una invitación del sujeto para ver no sé qué y no sé dónde, y que rehusé, haciendo que él dejase semejante símbolo de ira para siempre sobre ese vetusto escritorio que seguía ahí, frente a mí, como mi compañero en el infortunio.

Limpié el área y me dediqué el resto de la jornada a contemplar la huella, las figuras que podía ver desde distintos ángulos, entretuve mi gris ánimo por buen rato hasta que me pareció ver que desde la posición del que lo hizo, es decir, de él, no era una simple huella, sino una indicación, como una flecha que señalaba hacia un rincón del claustro, hacia el fondo, donde se apilaban en un gran recipiente de metal, toda la basura que había de tirar cada fin de semana. Me dirigí pues hacia el lugar, me asomé con curiosidad, pensando en qué es lo que habría querido mostrarme el sujeto aquella vez, y así, reflexionando y calculando casa paso que daba en ese sector oscuro, no pude evitar caer de bruces en el contenedor que escrutaba como una estúpida, buscando no sé qué.

Debí haberme desmayado, pues cuando desperté me fijé en el reloj que antes de caer tenía en la muñeca y descubrí que ya no estaba, a lo mejor se habría hecho pedazos durante la caída, y bueno, traté de incorporarme sin lograr mover un hueso, fue cuando descubrí que me hallaba empotrada, si cabe la palabra, a un infinito muro tanto hacia arriba como abajo. Me hallaba sumergida al gran muro hasta el cuello, ahora mi cabeza era todo mi cuerpo, y desesperada grité, lloré, imploré, hasta agotar mis fuerzas, y ya afónica, muda, y con los ojos secos, oteé en mi alrededor, para que en instantes y ante la impavidez de mi rostro, diera con él, es decir, con su cabeza.

No tenía expresión ni brillo en los ojos, pero no estaba muerto, pues respiraba, y por fin reconocí al que conocí en ese entonces, y creí comprender muchas cosas, pero las dudas fueron mayores, pues entonces quién era ese que ahora triunfaba en la superficie. Tantas preguntas que surgieron en ese instante que decidí aletargarme como él para pensar en todo aquello.
Pero de qué valían las respuestas si nada se podía hacer al respecto. Entonces, volví a mirarlo y comprendí que también él había comprendido eso, que todas las cabezas que ahí estábamos prisioneras, porque cada medio metro había una, y otra y otra, y así hasta el infinito, ya lo habían comprendido, éste era nuestro destino inefable y final, sin porqués ni cómos, solo éramos de pronto eso y ya, punto.

Al cabo de unos meses nuestros impostores se casaron y formaron una millonaria empresa que ahora triunfa y domina el mundo, a expensas nuestras, o sea, los verdaderos, no obstante cabe la posibilidad de que no sea así, pero posibilidades hay muchas, y pensar en ellas ya no nos reconforta el alma, ni siquiera la migraña de tener la cabeza hecha una roca.

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