martes, 21 de junio de 2011

El Culto



EL CULTO







Por entonces te susurraban al oído que debías cogerme a patadas por irresponsable, que debías exigirme más atención, etc. y sabes que siempre fui un terco para esos afanes de la gente caduca e hipócrita, de reconstruir su moral a través de la generación que los relevará, como si no tuviéramos derecho a cagarla nosotros mismos, y por eso solo venía a verte, contemplarte, calarte en mis ojos adhiriéndome a los tuyos, estrechar tus deditos y unir nuestras manos en un pacto de vida, estirando y flexionando tus piernitas, midiéndote con mis manos extendidas y cargándote, recogiéndote con ambas manos o solo con una, como si fueras lo más preciado que sé que jamás podré hacer daño, y sintiendo a través de mis brazos, cómo aquello que nos une al universo fluye torrentosamente, hacía mi corazón y más adentro. Te amaba en silencio, lo acepto, mas los besos eran mis mensajeros, pero claro, ¿hubieras sobrevivido a base de besos?


Más o menos por esos días también, hablé por última vez con tu tío Ignacio, quien se hallaba trabajando en la atención de una librería prestigiosa, y justo la noche en la que fui a verte a casa de tu madre, recibí una llamada suya a eso de las dos de la mañana.
Tu tío Ignacio era bastante peculiar, desde pequeño solía hacer cosas terribles ante la mirada obtusa y estrecha de nuestra madre, quien atribuía conductas como pernoctar la noche íntegra en la copa del olivo que teníamos en el jardín, o el de masturbar a perritos de la calle que difícilmente podrían ligar con alguna solícita hembra, o ya, el simple acto de pasarse la noche oyendo música y viendo videos, a la perniciosa influencia mía, cosa que nunca sabré de qué forma, ya que a mi hermano solo podía verlo durante mis vacaciones de la escuela naval, que duraban exactamente cuatro semanas, de las cuales la mayoría me las pasaba de farra con amistades del colegio o la calle, y solo en raras ocasiones sacaba al pequeño Ignacio a pasear.


Recuerdo que cuando muchacho de doce años, hacía miles de preguntas que siempre atinaba a responder yo, recurriendo a mi vasto conocimiento que tenía sobre el tema, que no era otro que el rock pesado, y bueno, le recomendaba discos, revistas, libros, cuadros, esculturas, museos, personajes, películas, etc. y él siempre apuntaba todo en el cuadernillo que le obsequié años antes, y se embriagaba con lo que podía decirle respecto a algo tan pequeño quizá como la púa para tocar guitarra.


Bueno, creció, echó a perder buena parte de su juventud pintando y cantando en las calles, pero siempre teniéndome como su consejero, pañuelo y hermano. Y al tiempo, asegurándonos mejorar estando lejos de su ciudad natal y su familia, permitimos que se marchara al norte, donde vivía hasta entonces.

En la rápida entrevista que tuvimos por teléfono, me comunicó que en la librería algo grande sucedió, y es que desde hacía varios meses el chisme de que el jefe se encerraba durante dos horas o más en el único baño para varones se había diseminado de tal forma que era imposible no dar rienda suelta al pensamiento morboso en cuanto el señor en mención se dirigía al pequeño compartimento, situado en la parte posterior de la tienda. Sin embargo, no era esto lo que preocupaba a tu tío, sino que entre las tantas conjeturas y especulaciones en torno al tema, la suya pareció ser la menos probable y aceptada por el resto de empleados, quienes reían gozosos cuando él exponía su opinión.


Tu tío estaba convencido de que el señor Jefe padecía de unas crónicas hemorroides, por lo cual se comportaba de esa manera, y pues era la única forma de evitar la vergüenza de hacerlo en casa, encerrándose durante tanto tiempo, armado de un espejo y sus pomadas luchaba en solitario con tal cruenta enfermedad. El resto no, creía que el tipo era un maniático y asqueroso enfermo sexual que quién sabe qué haría a solas. También me contó tu tío que por otra parte, creía posible que el señor fuera un actor frustrado, que en la soledad de un baño daba rienda suelta a su talento trunco, opinión que lógicamente solo me la dio a mí por evitar el ridículo con sus compañeros.


Pero la cosa no terminaba ahí; todo se hubiera mantenido a ese nivel, me dijo, a no ser por los indicios de algo mucho más extraño durante el último mes, justo antes de que tu tío renunciara. Pues como dijo, ya no sentía afable y cómoda su estancia en tal recinto; indicios por lo demás, propios de algo más que inusual, siniestro. Los tres últimos viernes del mes mencionado, el Jefe mostró una conducta que difícilmente podrán olvidar quienes lo vieron, pues el primer viernes salió raudo de los servicios higiénicos, con los ojos tan inyectados de sangre que parecieran haber sido pinchados con una daga, sin explicación posterior alguna. El segundo viernes fue algo peor, pues durante su habitual encierro, se oyó un fuerte estrépito de vidrio quebrándose seguido de un tarareo del algún antiguo canto de monasterio, que desde su rincón y con la grave voz del señor, se hizo tan terrorífico que aquel día, todos dejaron el local, huyendo despavoridos. Para esta sí hubo una pobre explicación y todo quedó ahí. Mientras, tu tío Ignacio dijo que para entonces su insomnio se le agudizó, y ni con somníferos químicos logró conciliar el sueño hasta el próximo viernes, día en el que ocurrió lo que le obligó a renunciar a su trabajo.

La tarde de ese día, me contó, el viento era bastante fuerte y los ventarrones habían arrancado algunas de las calaminas del techo del almacén, por lo que rápidamente se le asignó subir a la azotea a solucionar el impase, al hacerlo se dio con el jefe desde hace dos horas no visto, empalado a una barra de metal que lo atravesaba desde su ano y salía por la mitad de su cráneo. No quiso saber ni ver más, solo bajó, dijo que renunciaba, dejó el guardapolvo sobre el estante de los clásicos victorianos, sugirió que subieran y vean por sí mismos, y se marchó a su apartamento situado a veinte minutos en bus. Los días posteriores dijo haberlos vivido como si se tratasen de un sueño, declaraciones a la policía, la prensa, curiosos, etc. Para finalmente el siguiente viernes ir a la reconstrucción del momento en que él halló al occiso, y cuando en conjunto con el cuerpo de la policía se hallaban en la tienda, subiendo las gradas hacia la azotea del almacén, alguien los esperaba sentado en el piso, de piernas cruzadas y con traje de tafetán y corbata moño, fumando de una pipa inglesa, el más fragancioso tabaco, contemplándolos con un suerte de compasión. Se trataba del Jefe en persona, quien se les acercó y luego de saludarlos, corrió desesperado y se arrojó hacia la calle, quedando inerte y muerto sobre el asfalto segundos después. Las informaciones finales concluyeron con que se trató de un loco obsesionado con el caso, quien además de loco, resultó ser suicida, y todo quedó ahí. Pero no para tu tío, quien hasta el día que decidió llamarme, atravesaba la peor de sus recaídas de ánimo, y esto sumado a su crónico insomnio, sentía que lo mataba, que cada día era como si un gran pedazo suyo se quedara en su cama o se pasara por el inodoro. Por este motivo al final de la charla rompió en llanto, mientras yo impotente, trataba de consolarlo, sin lograr nada, solo sacarle más cosas que él sabía, o que había llegado a saber sobre el culto, que las cosas salieron mal, que ya Balmaceda había fracasado pero que el Jefe no quiso entender, que ahora todos estaban condenados. Fue cuando se le agotó el crédito y perdimos la comunicación. Desde entonces hijo mío, no volví a saber de tu tío Ignacio, ni yo ni nadie, desapareció como si la tierra se lo hubiera tragado.












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