EL CULTO
Por entonces te susurraban al oído que debías cogerme
a patadas por irresponsable, que debías exigirme más atención, etc. y sabes que
siempre fui un terco para esos afanes de la gente caduca e hipócrita, de
reconstruir su moral a través de la generación que los relevará, como si no
tuviéramos derecho a cagarla nosotros mismos, y por eso solo venía a verte,
contemplarte, calarte en mis ojos adhiriéndome a los tuyos, estrechar tus
deditos y unir nuestras manos en un pacto de vida, estirando y flexionando tus
piernitas, midiéndote con mis manos extendidas y cargándote, recogiéndote con
ambas manos o solo con una, como si fueras lo más preciado que sé que jamás
podré hacer daño, y sintiendo a través de mis brazos, cómo aquello que nos une
al universo fluye torrentosamente, hacía mi corazón y más adentro. Te amaba en
silencio, lo acepto, mas los besos eran mis mensajeros, pero claro, ¿hubieras sobrevivido
a base de besos?
Más o menos por esos días también, hablé por última
vez con tu tío Ignacio, quien se hallaba trabajando en la atención de una
librería prestigiosa, y justo la noche en la que fui a verte a casa de tu
madre, recibí una llamada suya a eso de las dos de la mañana.
Tu tío Ignacio era bastante peculiar, desde pequeño
solía hacer cosas terribles ante la mirada obtusa y estrecha de nuestra madre,
quien atribuía conductas como pernoctar la noche íntegra en la copa del olivo
que teníamos en el jardín, o el de masturbar a perritos de la calle que
difícilmente podrían ligar con alguna solícita hembra, o ya, el simple acto de
pasarse la noche oyendo música y viendo videos, a la perniciosa influencia mía,
cosa que nunca sabré de qué forma, ya que a mi hermano solo podía verlo durante
mis vacaciones de la escuela naval, que duraban exactamente cuatro semanas, de
las cuales la mayoría me las pasaba de farra con amistades del colegio o la
calle, y solo en raras ocasiones sacaba al pequeño Ignacio a pasear.
Recuerdo que cuando muchacho de doce años, hacía miles
de preguntas que siempre atinaba a responder yo, recurriendo a mi vasto
conocimiento que tenía sobre el tema, que no era otro que el rock pesado, y
bueno, le recomendaba discos, revistas, libros, cuadros, esculturas, museos,
personajes, películas, etc. y él siempre apuntaba todo en el cuadernillo que le
obsequié años antes, y se embriagaba con lo que podía decirle respecto a algo
tan pequeño quizá como la púa para tocar guitarra.
Bueno, creció, echó a perder buena parte de su
juventud pintando y cantando en las calles, pero siempre teniéndome como su
consejero, pañuelo y hermano. Y al tiempo, asegurándonos mejorar estando lejos
de su ciudad natal y su familia, permitimos que se marchara al norte, donde
vivía hasta entonces.
En la rápida entrevista que tuvimos por teléfono, me
comunicó que en la librería algo grande sucedió, y es que desde hacía varios
meses el chisme de que el jefe se encerraba durante dos horas o más en el único
baño para varones se había diseminado de tal forma que era imposible no dar
rienda suelta al pensamiento morboso en cuanto el señor en mención se dirigía
al pequeño compartimento, situado en la parte posterior de la tienda. Sin
embargo, no era esto lo que preocupaba a tu tío, sino que entre las tantas
conjeturas y especulaciones en torno al tema, la suya pareció ser la menos
probable y aceptada por el resto de empleados, quienes reían gozosos cuando él
exponía su opinión.
Tu tío estaba convencido de que el señor Jefe padecía
de unas crónicas hemorroides, por lo cual se comportaba de esa manera, y pues
era la única forma de evitar la vergüenza de hacerlo en casa, encerrándose
durante tanto tiempo, armado de un espejo y sus pomadas luchaba en solitario
con tal cruenta enfermedad. El resto no, creía que el tipo era un maniático y
asqueroso enfermo sexual que quién sabe qué haría a solas. También me contó tu
tío que por otra parte, creía posible que el señor fuera un actor frustrado,
que en la soledad de un baño daba rienda suelta a su talento trunco, opinión
que lógicamente solo me la dio a mí por evitar el ridículo con sus compañeros.
Pero la cosa no terminaba ahí; todo se hubiera
mantenido a ese nivel, me dijo, a no ser por los indicios de algo mucho más
extraño durante el último mes, justo antes de que tu tío renunciara. Pues como
dijo, ya no sentía afable y cómoda su estancia en tal recinto; indicios por lo
demás, propios de algo más que inusual, siniestro. Los tres últimos viernes del
mes mencionado, el Jefe mostró una conducta que difícilmente podrán olvidar
quienes lo vieron, pues el primer viernes salió raudo de los servicios
higiénicos, con los ojos tan inyectados de sangre que parecieran haber sido
pinchados con una daga, sin explicación posterior alguna. El segundo viernes
fue algo peor, pues durante su habitual encierro, se oyó un fuerte estrépito de
vidrio quebrándose seguido de un tarareo del algún antiguo canto de monasterio,
que desde su rincón y con la grave voz del señor, se hizo tan terrorífico que
aquel día, todos dejaron el local, huyendo despavoridos. Para esta sí hubo una
pobre explicación y todo quedó ahí. Mientras, tu tío Ignacio dijo que para
entonces su insomnio se le agudizó, y ni con somníferos químicos logró
conciliar el sueño hasta el próximo viernes, día en el que ocurrió lo que le
obligó a renunciar a su trabajo.
La tarde de ese día,
me contó, el viento era bastante fuerte y los ventarrones habían arrancado
algunas de las calaminas del techo del almacén, por lo que rápidamente se le
asignó subir a la azotea a solucionar el impase, al hacerlo se dio con el jefe
desde hace dos horas no visto, empalado a una barra de metal que lo atravesaba
desde su ano y salía por la mitad de su cráneo. No quiso saber ni ver más, solo
bajó, dijo que renunciaba, dejó el guardapolvo sobre el estante de los clásicos
victorianos, sugirió que subieran y vean por sí mismos, y se marchó a su
apartamento situado a veinte minutos en bus. Los días posteriores dijo haberlos
vivido como si se tratasen de un sueño, declaraciones a la policía, la prensa,
curiosos, etc. Para finalmente el siguiente viernes ir a la reconstrucción del
momento en que él halló al occiso, y cuando en conjunto con el cuerpo de la
policía se hallaban en la tienda, subiendo las gradas hacia la azotea del
almacén, alguien los esperaba sentado en el piso, de piernas cruzadas y con
traje de tafetán y corbata moño, fumando de una pipa inglesa, el más
fragancioso tabaco, contemplándolos con un suerte de compasión. Se trataba del
Jefe en persona, quien se les acercó y luego de saludarlos, corrió desesperado
y se arrojó hacia la calle, quedando inerte y muerto sobre el asfalto segundos
después. Las informaciones finales concluyeron con que se trató de un loco
obsesionado con el caso, quien además de loco, resultó ser suicida, y todo
quedó ahí. Pero no para tu tío, quien hasta el día que decidió llamarme,
atravesaba la peor de sus recaídas de ánimo, y esto sumado a su crónico
insomnio, sentía que lo mataba, que cada día era como si un gran pedazo suyo se
quedara en su cama o se pasara por el inodoro. Por este motivo al final de la
charla rompió en llanto, mientras yo impotente, trataba de consolarlo, sin
lograr nada, solo sacarle más cosas que él sabía, o que había llegado a saber
sobre el culto, que las cosas salieron mal, que ya Balmaceda había fracasado
pero que el Jefe no quiso entender, que ahora todos estaban condenados. Fue
cuando se le agotó el crédito y perdimos la comunicación. Desde entonces hijo
mío, no volví a saber de tu tío Ignacio, ni yo ni nadie, desapareció como si la
tierra se lo hubiera tragado.
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