martes, 15 de noviembre de 2011

Fuegos voladores



Desde que Betty desapareció, tanto él como su hermana abandonaron la casa maternal de inmediato, como si lo hicieran luego de una prolongada espera.
Salvo por las fotografías que todavía estaban pegadas a los álbumes personales de Betty, no quedaba nada de ellos en la casa. Cogieron sus ropas, hasta la que no usaban hacía mucho, además de otros trastos, y pudiendo sin poder largaron sus presencias en menos de dos horas. Uno marchó autopista al sur, la otra por el contrario, hacia las playas del nordeste.
La casa, a los minutos de abandonada, respiró hondo, y el tejado vibró aliviado, por fin lo que tanto anheló como entidad autónoma había sucedido, estaría en adelante libre de habitantes, de intrusos que profanaran sus viscerales claustros y compartimentos, de ninguna manera alguien volvería a pisar suelo o peldaño suyo.
Así fue desde que Betty y su marido, a quien arrojó de cabeza al pozo una vez consumido por la sarna que devoró su cuerpo, decidieron comprar el predio y asentar su prole en medio del bosque, en la casa aquella, a varios miles de metros de distancia del pueblo más cercano.
Nadie en absoluto, salvo gatos, ratas y lechuzas, pobló desde entonces las dos plantas con un amplio jardín que componían el predio en mención. De ello podía dar fe el pescador que vivía junto al río situado a unos cien metros, quien cada tarde, mientras remendaba sus mallas, camisas o calzados, oyendo el lento y conmovedor vaivén melodioso del Siempre sufriendo de Los Stones a través de un minúsculo aparato en forma de caja de perfume, incrustado en el lomo por otro mucho más pequeño, de consistencia blanquecina, tenía detenida la mirada sobre la desolada morada de quien alguna vez fuera su única vecina, la señora Betty, viuda de Gonzales, para quien algunas veces rajó enormes troncos de pino solo por cortesía según él, pero que en realidad era porque no había conseguido hasta ese entonces que culminaba los cincuenta, establecer relación alguna que garantice la perpetuidad de su especie, con mujer alguna. Esto en razón de que mientras la señora estuvo viva, era pensándolo bien, su única alternativa, para alguien como él, obsesionado con mantenerse toda su vida sin alejarse más de doscientos metros de su vivienda, por miedo o quién sabe. Pero que con su adelantada partida de esta vida, dotó a su existencia, la importancia de acantilados en el mar, de observatorios o catapultas al suicidio.
Creía por instantes que aquélla lo había embrujado o algo parecido, para luego de muerta, no poder desprender su mirada, sus actividades, sus sueños, su inquietud y el poco interés que le quedaba por destinar a algo, únicamente a la casa esa.
Durante las noches, crepitaba el fuego en la sala, donde aún el enorme sillón de algún antepasado lejano, reposaba indiferente al pasar del tiempo, pero tan vulnerable al polvo, el óxido, la corrosión, como la gente tuerca. Eso parecía, ya que en las pupilas del viejo pescador, refulgía una pequeña llama naranja captada a lo lejos, fácilmente confundible con una estrella, pero que evidentemente no lo era debido al flamear del destello. Y no solo eso, las hornillas de la cocina, aún sin combustible emitían también extensas llamaradas cada noche, sin falta, y los utensilios ni qué decir, tintineaban entre sí, despostillaban sus superficies, caían, rodaban, etc.
Años después, muerto el pescador, cubierto de años infértiles y redes inútiles, entre las ruinas de su triste morada, seco el río y erosionado el llano, construyeron una gigantesca autopista que pasó sobre los restos de la vivienda del recién desaparecido hombre, mas no por la casa de la señora Betty.Ésta permaneció implacable hasta hoy por la mañana que el hijo ha vuelto.
Éste hubo conservado la llave atada a una cadena que lucía roída por el tiempo, y luego de ingresar y quitarse los zapatos, recordó haber pensado durante el camino en lo gratificante que sería este momento, sin embargo no fue así, pues todo lucía tan grotesco, vacío, que descalzo, tuvo que ir en puntillas hacía el viejosillón del lejano pariente, que para entonces era un cómodo y frugal nido de alimañas, pero dondea pesar de ello, sintióse mejor sentado en uno de los brazos del inmutable mueble.
Entonces sacó de su desteñido jean, una vieja y arrugada fotografía en la queBettyy su hermana se hallaban sentadas junto al gran roble del patio, absortas en la cámara, como si fueran obligadas a hacerlo, como si el que las tomó les hubiera dado una severa orden. Depositó la fotografía sobre el suelo, apoyada en la cajetilla de cigarrillos vacía que conservó como amuleto desde su partida de la gran ciudad semanas antes. Contempló el cuadro que componían los viejos maderos del piso, todo carcomidos y enmohecidos, con la foto familiar y la cajetilla, e intuyó por un instante que su vida se había tratado tan solo de eso, de observación, de marginalidad, de evasión, y consideró que tal vez Betty no tuvo toda la culpa en el derrumbamiento de su entorno familiar, que quizá la sarna y el padre, y las condiciones del medio tuvieron que ver, que incluso su hermana, quien apenas abría la boca para comer, era culpable, por su constante y pujante esmero en sufrir, en dar lástima. Y aunque él no sabría nunca que en el camino, la misma noche que abandonó la vivienda fue muerta bajo la inclemencia de las ruedas de un enorme bus, jamás la perdonaría, no sabía precisamente por qué, pero de todas formas no lo haría. Endureció la mirada, soltó los pies sin importarle más el polvo y moho del piso e irguióse como asaltado súbitamente por la toma inapelable de alguna decisión referente a su situación, tal vez reiniciar su vida, reconstruirla ahí mismo donde la dejó, su casa.
Emprendió rápidamente la carrera hacia la segunda planta, donde a tientas pudo quitar el picaporte de la puerta que comunicaba el pasillo con la antigua habitación de su hermana. Para su sorpresa y entre un infernal barullo, cientos de gatos corrieron despavoridos, al parecer interrumpidos en una importante reunión, unos en dos patas, otros en tres y muy en pocos en cuatro, dejando en medio un montón de vestidos y calzados antiguos apilados cuidadosamente, a modo de altar. No quiso pensar nada al respecto, solo cerró la puerta, y se dirigió a la siguiente habitación, la de sus padres, la de Betty.
Betty, el ama de llaves por más de cincuenta años, nunca se había casado ni dejado para nada la casa, casi tan increíblemente como el pescador compartieron sus delirios muy distantes, como dos grillos separados por un manojo de hierva. Tuvo que morir, no podía seguir siendo la señora de los eternos treinta, era insoportable para todos verla inalterable al paso del tiempo, verla serla misma año tras año, mientras ellos, incluyendo a su madre, envejecían a la velocidad del rayo, con decir que cuando él cumplió los doce, ya asomaban en su frente gruesas arrugas y su espalda se le encorvaba por la edad, mientras que a Betty se le erguían hermosos los pechos a la luz de las mañanas en las que tendía la ropa lavada.
Por otra parte, no había sabido nada más de la madre, desde que huyeron con su hermana, no volvió a saber de ella, quién quizá ya para entonces habría muerto sin que se dieran cuenta, ya que recordó de pronto que la tarde en la que decidió acabar con Betty, su madre llevaba sin ser vista por lo menos dos semanas, y a pesar de que solía internarse en el bosque de abedules días enteros, sospechó que de repente colgaban sus tripas y su cabeza sin ojos ni sesos de los ganchos del establo, pues por aquel entonces recordó no distinguir entre lo que hacía en sueños y despierto, pero solo era una sospecha, por lo que la echó al olvido, y volvió a lo suyo, a la sorpresiva incursión nocturna de la habitación de Betty, armado con el robusto tizón de hierro macizo. La molió hasta perforar el entablado, y se largó recogiendo sus trastos, la hermana hizo lo mismo en cuanto vio la escena del crimen.
Empujó la puerta, adentro estaba tan oscuro como en una cueva, encendió un cerillo y en una fracción de segundo creyó ver al fondo dos pupilas encendidas de vida. Por lo que decidió entrar y cerrar por dentro porsiacaso, para en el caso de que hubiese alguien, se las viera con él. Encendió otro cerillo pero no pudo ver más que un pequeño instante, incluso menor al anterior, pero que bastó para sentir una violenta sombra abalanzarse sobre su cabeza, obscureciéndole por completo la visión y el sentido.
Por las noches dicen quienes pasan con sus vehículos, que la casa mantiene sus velas encendidas, que todo cobra vida en algún momento de la noche, cuando está tan sola que es imposible no oír su respiración gutural, como de voces cavernosas y que a lo lejos dos pequeños fulgores, como de fuegos voladores, se mantienen suspendidas a la altura del tamaño de un hombre promedio, junto al alfeizar, imperturbables, constantes, amenazadores, siniestros.

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