DICEN
Para mi hijo Morgan, para que juntos comamos gatos a la luz de un fogón.
En cierta ocasión lo
vimos salir de la tierra con la cabeza del gato en su boca, Elva le dijo suelta
esa porquería, dónde andas. Él solo terminó de salir del agujero y se sacudió
la cabeza cónica que tenía y la ropa de hojalata que le cubría el cuerpo. Por
alguna razón que desconozco no dije nada, solo miré al suelo, lagartijas y
grillos subiéndome por las pantorrillas, quise decirle qué lugares había visto
allá abajo, en cambio solo dije: el desayuno está servido. Los tres salimos del
jardín en fila india y nos dirigimos a la cocina donde había un fogón enorme en
el que el fuego era constante, misterio que nunca pude develar. Incluso mi
abuela, que orgullosa se sentaba sobre un tronquito a uno de los costados, no
sabía cómo es que el fuego no se apagaba nunca en aquella hoguera. Había una
plancha de hierro dulce en el que colocábamos las cacerolas, zapatos mojados y
a veces los gatos vivos que sujetábamos con las tapas de las ollas más grandes mientras
se asaban chillando sordamente.
Si todavía no lo dije,
lo digo, nuestra alimentación está basada en gatos, no como los chinchanos o
hawaianos, es decir, preparándolos en suculentos guisos o tartas, nosotros los
comemos a la plancha y casi vivos. No es que nos parezca rico, nada que ver, lo
que sucede es que los odiamos desde tiempos inmemoriales y solo de esa forma
podemos vengarnos de ellos que nos roban el sueño, nos infunden pesadillas, y a
veces nos trastornan al punto que podemos perder el juicio y comenzamos a cavar
agujeros en los que nos sepultamos semanas enteras y salimos cada vez más
delgados y menos antropomorfos.
Nos sentamos en
tronquitos semejantes al de la abuela en torno al fogón y Elva retira la tapa y
levanta por la cola al gato listo para ser desollado y consumido. A mí se me
hizo agua la boca y froté mis manos esperando con ansias mi parte, en cambio a
él parecía ya no entusiasmarle la idea, todavía tenía en una de sus manos la
cabeza de otro gato, cuya mirada acuosa parecía cernirse en el fuego intenso y
abrasador de la cocina. Quise, otra vez, decirle algo que lo instara a tirar
esa cabeza a la brasa y comerse la pierna que Elva de hecho le ofrecería, pero
no dije nada, y es que para ser honestos cada cosa que pensaba decir no podía
decirla por el simple hecho de no poder hacerlo, era como una especie de
trastorno que anulaba mi capacidad de expresión ni bien se me ocurría decir
algo. Lo miré mientras roía la espina dorsal del felino y sentí que aquello
estaba sucediendo en el pasado exactamente igual. Eso sí lo dije, y a gran voz:
esto sucede ayer. Sucedió, me corrige Elva, ¿sucedió?, le digo, claro, me dice,
no, refuto, sucede, ahora mismo; Elva me mira masticando tranquilamente,
cállate, me dice, y vuelve la mirada hacia el fuego, yo también, algo
consternado, me refugio en el fuego, pero él no, nos mira a ambos y tira la
carne a la brasa ardiente y sale del claustro, oímos que vomita y carraspea
largo rato, abre el grifo, se enjuaga la boca, se cepilla los dientes, se lava
la cara, se suena la nariz y escobilla el traje de lata. Luego lo vemos pasar
de largo a través del pasillo rumbo a la calle. Empuño la pata del animal a la
que mordisqueo las uñas y me pongo de pie, quiero decirle a Elva, qué le pasa
al muchacho, pero ella se me anticipa y pregunta lo mismo. Iré a ver, le digo,
y salgo.
Una cuadrilla de llamas
desciende de la colina, están a menos de cien metros de nuestra casa, el
tintineo de sus campanas son imposibles de ignorar. Los niños del pueblo salen
a ver por sus puertas, ventanas y balcones, los cerdos se apartan del camino y
gruñen impacientes por seguir removiendo las piedras en busca de gusanos.
Algunos caballos relinchan en sus establos y el resto de gente luego de mirar
un segundo hacia la cuadrilla, vuelve a sus quehaceres. Todos se apartan del
camino menos él, que permanece resoluto en medio, pasando la cabeza del gato de
una a otra mano. La cuadrilla llega finalmente y rodean a nuestro tío, quien
parece tener un plan. En cuanto el sonido de las campanillas y las pezuñas de
los auquénidos crea un barullo en el que es casi imposible oír inclusive los
pensamientos, él se zambulle en la tierra y de inmediato desaparece del
panorama, se lleva consigo la pata de una de las llamas que se queda en el
suelo gimiendo de dolor y desangrándose.
Volvió a marcharse y ya
no podemos tolerarlo, le digo a Elva que empaque, que ya no tenemos nada que
hacer acá. Ella termina de escupir sus huesos y suspira resignada. Empaca todo
y partimos. Al anochecer alcanzamos a la cuadrilla cerca del río, donde parecen
acampar. Nadie los arrea, van solos en busca de mejores pastizales, son libres.
Pero ¿y las campanas? se preguntara cualquiera, son una especie de glándula
externa que les cuelga debajo de las quijadas. Están durmiendo repartidos por
toda la pampa en cuanto llegamos. Nos instalamos tras un arbusto y tendemos los
pellejos para echarnos a dormir cuando de pronto una de las ramas del árbol me
toca la cabeza. Es tío Ignacio, lo ha logrado, de tanto enterrarse vivo se ha
fundido a la tierra y ahora puede manifestarse a través de cualquier cosa que
brote de ella. Elva está lavándose los dientes en la orilla de río y entonces por
primera vez veo cómo el río se detiene y la tierra se mueve, antes no lo
hubiera creído, pero ahora lo sé porque lo viví. Me sujeto de otra rama de tío
Ignacio y trato de controlar el vértigo. A pesar de todo me mareo y vomito
sobre mis zapatos, reconozco las uñas del gato y vuelvo a vomitar, me detengo
cuando un pedazo de mi tripa cuelga de mi boca. Trato de contener las arcadas y
me trago el intestino desprendido. Mientras tanto el arbusto se mece ante la
brisa del río y oigo que Elva regresa, se acomoda y cubre con las colchas,
roncando de inmediato.
Al quedarme solo,
asqueado por el vómito, hambriento como nunca, pienso en Tío Ignacio y ahora
que no está lo añoro, como añoro a tantas personas que quise en mi vida y
sollozo en silencio, sorbiendo mis mocos con denodada desfachatez. Entonces cae
sobre mi cabeza una piedra que me desvanece. Despierto enredado entre las ramas
del arbusto, trato de moverme y no lo consigo, solo alcanzo a ver a través de
las ranuras de las ramas que las llamas están cruzando el río y que Elva,
montada en una de ellas, se marcha también. Trato de gritar pero no puedo, como
no podía decir algunas cosas antes. Al final me siento tan cansado que vuelvo a
dormir, me quedo a vivir ahí, comiendo ramas e insectos y olvidándome de mis
piernas. Así que esto era ser un árbol, pienso con frecuencia, y no me extraña
ya nada, solo algunas veces, cuando veo a tío Ignacio salir de las aguas del
río con su cabellera de paja y sus ojos de piedra, siento un poco de envidia,
pero se me pasa en cuanto siento la brisa dulce de la noche o el calor sedante
del mediodía. Quizá pronto me tale algún leñador, mientras tanto devoro cuanto
pastor se recueste entre mis ramas en busca de sombra y cobijo, y luego lo
escupo al río y mi tío lo arrastra río abajo desapareciendo sus restos entre
las piedras y la arena.
Dicen:
Que hay un lugar en la
ruta entre Ayacucho y Huancayo donde no puedes detenerte a beber agua del río
sin que mueras envenenado o te recuestes en los arbustos sin ser estrangulado y
digerido por sus malezas. Dicen que además en noches de luna llena se puede oír
con claridad la danza de almas perdidas en la pampa que rodea al río. Dicen que
Elva se hizo camino de herradura de tanto andar y que se huele su perfume en
las flores que nacen entre las piedras que hace siglos permanecen alertas pero
pacientes. Dicen…