La inundación es inminente, pensé en cuanto vi cuán cerca rugían flameando en crestas violentas las aguas del río en crecida debido al temporal lluvioso que asolaba la zona. Traía conmigo solo la ropa que llevaba puesto y varios cigarrillos que había conseguido durante mi travesía del pueblo hacia aquí. Esto es un bosque semitupido pero no por ello menos denso, debido en gran parte a los gigantescos árboles que abarcaban con sus sombras el íntegro de la luz que lograba penetrar sus altas y frondosas copas. Detenido, observé con meticulosidad la fachada de la vivienda, eran dos plantas, techo de calaminas y dos puertas, además de cuatro ventanas, dos al frente y dos detrás, había además un balcón con rejas de madera en el que podía observarse varias perezosas abandonadas y en completo estado de envejecimiento, debido quizá al viento corrosivo que del río venía, y también al desuso que es lo más efectivo en materia de erosión.
Decidí entrar, la noche se cerniría pronto y no contaba con alicientes ni carpas para pernoctar al aire libre. Llamé varias veces sin obtener respuesta alguna, desesperé un poco al verme a merced del caudaloso río metros más allá, cuyas aguas turbulentas golpeaban impetuosas los cimientos de la vivienda, dando la impresión de derribarla de un momento a otro. Como nadie acudía a mi llamado, opté por ingresar por detrás, a través de un forado en la pared que parecía hecho siglos antes. Así pues, estuve dentro luego de no mucho esfuerzo.
El panorama interior no distaba mucho del exterior, pero por lo menos se sentía cierta calidez necesaria para conciliar el sueño y recuperar la fuerzas. Traté de hallar un lugar apropiado en vano, porque por todas partes terrones de tierra desprendida del techo, de los muros, de afuera, cubrían el entablado. Iba pensando en despojarme de mis prendas y tenderlas limpiando un montículo menor de dicha tierra para acostarme, cuando se me ocurre ascender a la segunda planta.
Una vez arriba descubrí que en una de las habitaciones titilaba una débil luz rojiza proveniente de un aparato musical, y de hecho fue así pues Bill Withers sonaba en armonía con el clima. No brilla más el sol. Desde ese momento todo resquicio de mi ser amainó en sus ansias locas de experimentar sucesos paranormales, desde la aparición de fantasmas o criaturas extrañas que solo viviendas como esas podían albergar. Sonreí en silencio, con una pequeña mueca en los labios que dio la impresión de ser otra cosa para el reflejo que me devolvían los vidrios todavía en pie de las ventanas laterales. Mientras disponía un lugar para conciliar el sueño, observé las pertenencias de la persona que probablemente volvería de un momento a otro. Habían dos pares de zapatos enormes y varias prendas de abrigo también de dimensiones descomunales, de casi el triple de la talla que yo usaba. Sin embargo lo que más me sorprendieron fueron sus libros, varios tomos de papel cocido con alambre galvanizado y con cubiertas de metal de casi metro y medio de altura por dos de ancho. Me acerqué al lugar donde retozaban recostados semejantes textos contra un mueble de ébano tan roído por el tiempo que daba la impresión de hacerse polvo con un soplo. Traté de abrir semejante tapa y ver qué había escrito en él cuando de pronto oigo pisadas ruidosas viniendo a la habitación.
En un primer momento pensé en esconderme y salir sigilosamente, como casi siempre había hecho en circunstancias parecidas debido a mi estilo de vida Okupa. Recordando tantísimas veces las redadas de los putos cerdos policías que venían a desalojarnos de lugares que nadie más quería para vivir salvo nosotros. Una vez por ejemplo, en pleno invierno crudo de Rusia, durante nuestra estancia en San Petesburgo, fuimos irrumpidos en plena madrugada por un pelotón armado hasta los dientes cuya misión era solo una: limpiar las estancias de lo que sería en meses un supermercado más de esos que venden hasta el alma de la humanidad al mejor postor y en atractivas ofertas de fin de temporada. Para ello estaban dispuestos a todo, sobretodo incinerar la basura viva que hubiera dentro, habitando gratis las instalaciones del edificio fantasma. Nosotros eramos como cien, entre rusos y ciudadanos del mundo, y lo único que nos quedaron ante semejante redada fueron las alcantarillas, uno a uno, desesperados cual ratas nos sumergimos en las aguas purulentas de la cloaca, rumbo a las afueras de la ciudad, a donde llegamos casi al amanecer y donde por cierto casi morimos de hipotermia debido al intenso frío. Situaciones como ésta vivimos tantas veces que para nosotros comer una rata viva, a la que solo arrancándole el pelaje y los bigotes, nos las comíamos dorada en las brasas de neumáticos en combustión, era pues casi el alimento habitual, salvo los días que asaltábamos minimarkets desprovistos de vigilantes armados. Después irrumpieron las videocámaras y los sensores y la brutalidad policial como nunca antes lo hubiéramos imaginado. Torturas, desapariciones, condenas, y un sin fin de coacciones en contra de la gente que simplemente "quería vivir a expensas de la clase trabajadora y emprendedora". "Muerte a los parásitos de la humanidad progresista y laboral", rezaban los slogans de importantes consorcios empresariales. Entonces fuimos decayendo, fracturados por la represión nos disolvimos, ya no eramos un grupo unido y fuerte, solo vestigios de contrahumanos que trataba de subsistir no por empeño con la vida sino en contra de ellos, porque al fin y al cabo, nuestra consigna anterior como movimiento contrahumano fue precisamente destruir la forma de vida que imperaba en las sociedad humanas, a nosotros nunca nos pareció vivir como ellos nos planteaban, imponían hacerlo, a lo mejor no teníamos propuestas mejores, pero de algo estábamos seguros, que lo peor era eso, la ambición desmedida y el consumismo atroz. Pero bueno, eran otros tiempos, ahora la barba negra cubría mi rostro y mi cabeza casi calva reflejaba en gran parte mi tristeza y desasosiego. Qué más le quedaba al ser humano sino su tristeza inherente a sus genes y el vestigio de sus alegrías en sus huellas recubiertas por la nieve o el agua de lluvias...
Permanecí de pie junto a la puerta, con las manos detrás, aguardando impaciente. Se trababa de un sujeto de pequeña estatura, un enano para ser más precisos. Un hombre que a lo sumo mediría medio metro, de espalda ancha y piernas gruesas, así como de barba tupida y rojiza, el cabello largo y trenzado y una gorra parecida a un casco de minero sobre la cabeza, portaba un hacha en una mano y en la otra sostenía dos conejos de las praderas.
- Hola, le dije al fin.
- Hola, me dijo con toda naturalidad, depositando sus instrumentos sobre el piso. Despojándose de inmediato de sus prendas. Una vez desnudo, se dirigió al otro extremo de la habitación, donde tras un montículo de basura, había una especie de fogón que encendió rápidamente.
- ¿Te has tirado alguna vez a una vieja de setenta?, preguntó el pequeño hombre
- Pues la verdad no, respondí bastante desconcertado. Y es que era la pregunta que menos esperé, mi desconcierto en parte se debía a las circunstancias, pero por otra a la pregunta en sí, qué diablos podía tratar de decirme con aquello, acaso se trataba de un preludio para atacarme, o tal vez era de los que hablan lo primero que se les viene a la mente.
- Es algo sumamente horrible, agregó. ¿Cuál es tu nombre?, y por supuesto, ¿hasta cuándo te quedas?
- Ah bueno, soy Godo, atiné a responder rápidamente. Esta vez sorprendido pero más admirado por la confianza depositada de manera espontánea en mí. - No sé hasta cuándo, llevo varios días de caminata y me topé con tu casa, siento no haberme anunciado antes, ¿tú eres?
- Perdona, Sigfrid, nombre teutón, ya ves mis rasgos, ascendencia o algo así, y descuida, tampoco es mi casa, estamos en las mismas condiciones. ¿Ya viste el temporal?, una completa mierda, así no se puede ni salir a robar gallinas o alguna oveja, y uno tiene que volver a la casa de la vieja esa. No lo sabes aún pero en estos lares es la última opción, o lo haces o mueres de hambre.
Sin comprender del todo lo referido a la vieja, opté por decir lo primero que se me vino a la mente:
- Me parece mucho peor la muerte claro, aunque no considero tan malo montarse a una vieja, siempre que siga teniendo lo mismo que una mujer, ¿digo no?
- jajaja, ¿Godo verdad?, me caes bien, acércate al fuego, no te quedes ahí o se te congelarán las bolas. Lo que pasa es que no sabes de quién te hablo; la vieja en cuestión además de ser horrible como matar a tu madre, hace cosas, te las hace quiero decir, y no solo eso, te invita a hacerlas con ella, a veces hasta a comer ciertas porquerías que prepara.
Imaginé de inmediato a una bruja de los cuentos de niños, toda deforme y con las nariz alargada morbosamente.
- Una vez, continuó Sigfrid, imagínate que una vez me obligo a cagarme en su boca mientras ella le retorcía el cuello a un pollo que al rato tuvimos que comer guisado con zapallo. ¿Te imaginas lo cerca que estuve de vomitar durante y después?
No dije nada, solo mis ojos se movieron hacia el río. Probablemente el gesto lo obligó a parar con la narración de sus amoríos con la señora aquella, porque al verme acudió a la ventana y abriéndola de para en par, señaló con su pequeño y grueso dedo un lugar atravesando el río. -Mira, vive allá, dijo bastante ansioso, yo casi no la soporto, pero este maldito clima que no me da opción.
Me acerqué al lugar para ver mejor, solo habían árboles y rocas, pero al cabo de un minuto comprobé que tras unos arbustos comenzaban a elevarse volutas de humo, probablemente de una fogata recién encendida, y enseguida, la silueta de una persona encaramándose sobre la roca más grande.
-Es ella, agáchate, ordenó Sigfrid.
- No veo por qué, dije, pero antes de terminar mi objeción, recibí un golpe seco a un lado de la cabeza.
Se me oscureció todo y el sonido de la música se fue disolviendo y fundiendo con el del río, que parecía incrementarse más y más. De algún modo comencé a experimentar cierta comodidad, me pareció pues que pronto todo estaría en armonía a pesar de la falta de percepción. Lo último que oí fueron el ruido de pisadas sobre el follaje, y después, de risas, carcajadas, y mordidas.
Permanecí de pie junto a la puerta, con las manos detrás, aguardando impaciente. Se trababa de un sujeto de pequeña estatura, un enano para ser más precisos. Un hombre que a lo sumo mediría medio metro, de espalda ancha y piernas gruesas, así como de barba tupida y rojiza, el cabello largo y trenzado y una gorra parecida a un casco de minero sobre la cabeza, portaba un hacha en una mano y en la otra sostenía dos conejos de las praderas.
- Hola, le dije al fin.
- Hola, me dijo con toda naturalidad, depositando sus instrumentos sobre el piso. Despojándose de inmediato de sus prendas. Una vez desnudo, se dirigió al otro extremo de la habitación, donde tras un montículo de basura, había una especie de fogón que encendió rápidamente.
- ¿Te has tirado alguna vez a una vieja de setenta?, preguntó el pequeño hombre
- Pues la verdad no, respondí bastante desconcertado. Y es que era la pregunta que menos esperé, mi desconcierto en parte se debía a las circunstancias, pero por otra a la pregunta en sí, qué diablos podía tratar de decirme con aquello, acaso se trataba de un preludio para atacarme, o tal vez era de los que hablan lo primero que se les viene a la mente.
- Es algo sumamente horrible, agregó. ¿Cuál es tu nombre?, y por supuesto, ¿hasta cuándo te quedas?
- Ah bueno, soy Godo, atiné a responder rápidamente. Esta vez sorprendido pero más admirado por la confianza depositada de manera espontánea en mí. - No sé hasta cuándo, llevo varios días de caminata y me topé con tu casa, siento no haberme anunciado antes, ¿tú eres?
- Perdona, Sigfrid, nombre teutón, ya ves mis rasgos, ascendencia o algo así, y descuida, tampoco es mi casa, estamos en las mismas condiciones. ¿Ya viste el temporal?, una completa mierda, así no se puede ni salir a robar gallinas o alguna oveja, y uno tiene que volver a la casa de la vieja esa. No lo sabes aún pero en estos lares es la última opción, o lo haces o mueres de hambre.
Sin comprender del todo lo referido a la vieja, opté por decir lo primero que se me vino a la mente:
- Me parece mucho peor la muerte claro, aunque no considero tan malo montarse a una vieja, siempre que siga teniendo lo mismo que una mujer, ¿digo no?
- jajaja, ¿Godo verdad?, me caes bien, acércate al fuego, no te quedes ahí o se te congelarán las bolas. Lo que pasa es que no sabes de quién te hablo; la vieja en cuestión además de ser horrible como matar a tu madre, hace cosas, te las hace quiero decir, y no solo eso, te invita a hacerlas con ella, a veces hasta a comer ciertas porquerías que prepara.
Imaginé de inmediato a una bruja de los cuentos de niños, toda deforme y con las nariz alargada morbosamente.
- Una vez, continuó Sigfrid, imagínate que una vez me obligo a cagarme en su boca mientras ella le retorcía el cuello a un pollo que al rato tuvimos que comer guisado con zapallo. ¿Te imaginas lo cerca que estuve de vomitar durante y después?
No dije nada, solo mis ojos se movieron hacia el río. Probablemente el gesto lo obligó a parar con la narración de sus amoríos con la señora aquella, porque al verme acudió a la ventana y abriéndola de para en par, señaló con su pequeño y grueso dedo un lugar atravesando el río. -Mira, vive allá, dijo bastante ansioso, yo casi no la soporto, pero este maldito clima que no me da opción.
Me acerqué al lugar para ver mejor, solo habían árboles y rocas, pero al cabo de un minuto comprobé que tras unos arbustos comenzaban a elevarse volutas de humo, probablemente de una fogata recién encendida, y enseguida, la silueta de una persona encaramándose sobre la roca más grande.
-Es ella, agáchate, ordenó Sigfrid.
- No veo por qué, dije, pero antes de terminar mi objeción, recibí un golpe seco a un lado de la cabeza.
Se me oscureció todo y el sonido de la música se fue disolviendo y fundiendo con el del río, que parecía incrementarse más y más. De algún modo comencé a experimentar cierta comodidad, me pareció pues que pronto todo estaría en armonía a pesar de la falta de percepción. Lo último que oí fueron el ruido de pisadas sobre el follaje, y después, de risas, carcajadas, y mordidas.